Homenaje
a Benito Pérez Galdós
4º
DÍA
La foto es de SAM y me la encontré en un banco de imágenes gratuitas. ¡Gracias, Sam! |
Rompecabezas
[Nota
preliminar: edición digital a partir de la edición de El Liberal, 3
de enero de 1887.]
-
I -
Ayer,
como quien dice, el año Tal de la Era Cristiana, correspondiente al
Cuál, o si se quiere, al tres mil y pico de la cronología egipcia,
sucedió lo que voy a referir, historia familiar que nos transmite un
papirus redactado en lindísimos monigotes. Es la tal historia o
sucedido de notoria insignificancia, si el lector no sabe pasar de
las exterioridades del texto gráfico; pero restregándose en éste
los ojos por espacio de un par de siglos, no es difícil descubrir el
meollo que contiene.
Pues
señor... digo que aquel día o aquella tarde, o pongamos noche, iban
por los llanos de Egipto, en la región que llaman Djebel Ezzrit
(seamos eruditos), tres personas y un borriquillo. Servía éste de
cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño en brazos; a
pie, junto a ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo, que
así le servía para fustigar al rucio como para sostener su paso
fatigoso. Pronto se les conocía que eran fugitivos, que buscaban en
aquellas tierras refugio contra perseguidores de otro país, pues sin
detenerse más que lo preciso para reparar las fuerzas, escogían
para sus descansos lugares escondidos, huecos de peñas solitarias, o
bien matorros espesos, más frecuentados de fieras que de hombres.
Imposible
reproducir aquí la intensidad poética con que la escritura muñequil
describe o más bien pinta la hermosura de la madre. No podréis
apreciarla y comprenderla imaginando substancia de azucenas, que
tostada y dorada por el sol conserva su ideal pureza. Del precioso
nene, sólo puede decirse que era divino humanamente, y que sus ojos
compendiaban todo el universo, como si ellos fueran la convergencia
misteriosa de cielo y tierra.
Andaban,
como he dicho, presurosos, esquivando los poblados y deteniéndose
tan sólo en caseríos o aldehuelas de gente pobre, para implorar
limosna. Como no escaseaban en aquella parte del mundo las buenas
almas, pudieron avanzar, no sin trabajos, en su cautelosa marcha, y
al fin llegaron a la vera de una ciudad grandísima, de gigantescos
muros y colosales monumentos, cuya vista lejana recreaba y suspendía
el ánimo de los pobres viandantes. El varón grave no cesaba de
ponderar tanta maravilla; la joven y el niño las admiraban en
silencio. Deparóles la suerte, o por mejor decir, el Eterno Señor,
un buen amigo, mercader opulento, que volvía de Tebas con sinfín de
servidores y una cáfila de camellos cargados de riquezas. No dice el
papirus que el tal fuese compatriota de los fugitivos; pero por el
habla (y esto no quiere decir que lo oyéramos), se conocía que era
de las tierras que caen a la otra parte de la mar Bermeja. Contaron
sus penas y trabajos los viajeros al generoso traficante, y éste les
albergó en una de sus mejores tiendas, les regaló con excelentes
manjares, y alentó sus abatidos ánimos con pláticas amenas y
relatos de viajes y aventuras, que el precioso niño escuchaba con
gravedad sonriente, como oyen los grandes a los pequeños, cuando los
pequeños se saben la lección. Al despedirse asegurándoles que en
aquella provincia interna del Egipto debían considerarse libres de
persecución, entregó al anciano un puñado de monedas, y en la mano
del niño puso una de oro, que debía de ser media pelucona o doblón
de a ocho, reluciente, con endiabladas leyendas por una y otra cara.
No hay que decir que esto motivó una familiar disputa entre el varón
grave y la madre hermosa, pues aquél, obrando con prudencia y
económica previsión, creía que la moneda estaba más segura en su
bolsa que en la mano del nene, y su señora, apretando el puño de su
hijito y besándolo una y otra vez, declaraba que aquellos deditos
eran arca segura para guardar todos los tesoros del mundo.
-
II -
Tranquilos
y gozosos, después de dejar al rucio bien instalado en un parador de
los arrabales, se internaron en la ciudad, que a la sazón ardía en
fiestas aparatosas por la coronación o jura de un rey, cuyo nombre
ha olvidado o debiera olvidar la Historia. En una plaza, que el
papirus describe hiperbólicamente como del tamaño de una de
nuestras provincias, se extendía de punta a punta un inmenso bazar o
mercado. Componíanlo tiendas o barracas muy vistosas, y de la
animación y bullicio que en ellas reinaba, no pueden dar idea las
menguadas muchedumbres que en nuestra civilización conocemos. Allí
telas riquísimas, preciadas joyas, metales y marfiles, drogas mil
balsámicas, objetos sin fin, construidos para la utilidad o el
capricho; allí manjares, bebidas, inciensos, narcóticos,
estimulantes y venenos para todos los gustos; la vida y la muerte, el
dolor placentero y el gozo febril.
Recorrieron
los fugitivos parte de la inmensa feria, incansables, y mientras el
anciano miraba uno a uno todos los puestos, con ojos de investigación
utilitaria, buscando algo en que emplear la moneda del niño, la
madre, menos práctica tal vez, soñadora, y afectada de inmensa
ternura, buscaba algún objeto que sirviera para recreo de la
criatura, una frivolidad, un juguete en fin, que juguetes han
existido en todo tiempo, y en el antiguo Egipto enredaban los niños
con pirámides de piezas constructivas, con esfinges y obeliscos
monísimos, y caimanes, áspides de mentirijillas, serpientes, ánades
y demonios coronados.
No
tardaron en encontrar lo que la bendita madre deseaba. ¡Vaya una
colección de juguetes! Ni qué vale lo que hoy conocemos en este
interesante artículo, comparado con aquellas maravillas de la
industria muñequil. Baste decir que ni en seis horas largas se podía
ver lo que contenían las tiendas: figurillas de dioses muy brutos, y
de hombres como pájaros, esfinges que no decían papá y mamá,
momias baratas que se armaban y desarmaban; en fin... no se puede
contar. Para que nada faltase, había teatros con decoraciones de
palacios y jardines, y cómicos en actitud de soltar el latiguillo;
había sacerdotes con sábana blanca y sombreros deformes, bueyes de
la ganadería de Apis, pitos adornados con flores del Loto,
sacerdotisas en paños menores, y militares guapísimos con
armaduras, capacetes, cruces y calvarios, y cuantos chirimbolos
ofensivos y defensivos ha inventado para recreo de grandes, medianos
y pequeños, el arte militar de todos los siglos.
-
III -
En
medio de la señora y del sujeto grave iba el chiquitín, dando sus
manecitas, a uno y otro, y acomodando su paso inquieto y juguetón al
mesurado andar de las personas mayores.
Y
en verdad que bien podía ser tenido por sobrenatural aquel
prodigioso infante, pues si en brazos de su madre era tiernecillo y
muy poquita cosa, como un ángel de meses, al contacto del suelo
crecía misteriosamente, sin dejar de ser niño; andaba con paso
ligero y hablaba con expedita y clara lengua. Su mirar profundo a
veces triste, gravemente risueño a veces, producía en los que le
contemplaban confusión y desvanecimiento.
Puestos
al fin de acuerdo los padres sobre el empleo que se había de dar a
la moneda, dijéronle que escogiese de aquellos bonitos objetos lo
que fuese más de su agrado. Miraba y observaba el niño con atención
reflexiva, y cuando parecía decidirse por algo, mudaba de parecer, y
tras un muñeco señalaba otro, sin llegar a mostrar una preferencia
terminante. Su vacilación era en cierto modo angustiosa, como si
cuando aquel niño dudaba ocurriese en toda la Naturaleza una
suspensión del curso inalterable de las cosas. Por fin, después de
largas vacilaciones, pareció decidirse. Su madre le ayudaba
diciéndole: «¿Quieres guerra, soldados?» Y el anciano le ayudaba
también, diciéndole: «¿Quieres ángeles, sacerdotes,
pastorcitos?» Y él contestó con gracia infinita, balbuciendo un
concepto que traducido a nuestras lenguas, quiere decir: «De todo
mucho.»
Como
las figurillas eran baratas, escogieron bien pronto cantidad de ellas
para llevárselas. En la preciosa colección había de todo mucho,
según la feliz expresión del nene; guerreros arrogantísimos, que
por las trazas representaban célebres caudillos, Gengis Kan,
Cambises, Napoleón, Aníbal; santos y eremitas barbudos, pastores
con pellizos y otros tipos de indudable realidad.
Partieron
gozosos hacia su albergue, seguidos de un enjambre de chiquillos,
ávidos de poner sus manos en aquel tesoro, que por ser tan grande se
repartía en las manos de los tres forasteros. El niño llevaba las
más bonitas figuras, apretándolas contra su pecho. Al llegar, la
muchedumbre infantil, que había ido creciendo por el camino, rodeó
al dueño de todas aquellas representaciones graciosas de la
humanidad.
El
hijo de la fugitiva les invitó a jugar en un extenso llano frontero
a la casa... Y jugaron y alborotaron durante largo tiempo, que no
puede precisarse, pues era día, y noche, y tras la noche, vinieron
más y más días, que no pueden ser contados. Lo maravilloso de
aquel extraño juego en que intervenían miles de niños (un
historiador habla de millones), fue que el pequeñuelo, hijo de la
bella señora, usando del poder sobrenatural que sin duda poseía,
hizo una transformación total de los juguetes, cambiando las cabezas
de todos ellos, sin que nadie lo notase; de modo que los caudillos
resultaron con cabeza de pastores, y los religiosos con cabeza
militar.
Vierais
allí también héroes con báculo, sacerdotes con espada, monjas con
cítara, y en fin, cuanto de incongruente pudierais imaginar. Hecho
esto, repartió su tesoro entre la caterva infantil, la cual había
llegado a ser tan numerosa como la población entera de dilatados
reinos.
A
un chico de Occidente, morenito, y muy picotero, le tocaron algunos
curitas cabezudos, y no pocos guerreros sin cabeza.
AGRADECIMIENTOS:
Éste
y otros relatos pueden leerse y consultar así como la obra de
Galdós y numerosos estudios sobre ambos en:
Fundación
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
Entradas anteriores:
https://conelcuentoenlostalones.blogspot.com/2020/06/galdos-y-la-pintura-de-la-voz.html
https://conelcuentoenlostalones.blogspot.com/2020/05/galdos-y-dona-perfecta.html
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