Benito
Pérez Galdós
(Las Palmas de Gran Canaria, 1843 – Madrid, 1920)
Benito Pérez Galdós retratado por el pintor Joaquín Sorolla |
Preliminar. María José Martí.
Majomar.
Este año pasará a la historia como el año del coronavirus, pero también es el centenario de Galdós y este es un lugar para encontrarnos los amigos de la lectura y de los cuentos.
Para celebrar su centenario, a partir de hoy quiero dedicar una semana de homenaje a Galdós. En cada post compartiré un texto e informaciones relacionadas con su vida y su obra.
Benito Pérez Galdós fue un escritor realista, contemporáneo de otros novelistas españoles del realismo como Blasco Ibáñez, Vicente Blasco Ibáñez en este blog Relato o Leopoldo Aldas Clarín Clarín en este blog .
Galdós estuvo cerca de recibir el premio Nobel..., ¡lo hubiera merecido! Dio vida a personajes inolvidables como Marianela o Fortunata y Jacinta, retrató Madrid de modo magistral, se zambulló en todos los ambientes, sentimientos, realidades comunes e individuales de los españoles de su tiempo.
En fin, que no sería exagerado afirmar que Galdós es un resumen de "su España". En un centenar de novelas, el escenario social e histórico del último tercio del siglo XIX quedó inmortalizado por él y también retratado en el ámbito humano gracias a la fuerza y autenticidad de muchos personajes de sus novelas.
Para sumarme a la celebración del homenaje a Galdós he buscado entre su ingente obra algún cuento y debo reconocer que, aunque sí he leído algunas de sus novelas, no conocía yo ningún cuento suyo.
La de Bringas, Fortunata y Jacinta, Tormento, La desheredada, Misericordia, Marianela, El abuelo, Torquemada en la hoguera, Doña Perfecta, La familia de León Roch, La fontana de oro, Miau…, son algunas de las más aclamadas – y sus "otras", las novelas históricas, se encuentran integradas en los Episodios Nacionales y reproducen acontecimientos cruciales de la historia de España a lo largo de todo el siglo XIX. A toda esta obra colosal se suman muchos artículos periodísticos y veinte obras de teatro.
Yo me preguntaba si sería posible encontrar algo mucho más breve de Galdós, algo que, siguiendo la pauta, me cupiera en una entrada del blog, como podría ser un relato corto que transmitiera la calidad y el estilo de este gran novelista. Y... ¡Eureka!
¡Lo encontré!
Es este «Episodio musical del cólera». El título es extraño y de alguna forma empareja con el momento que vivimos. Sentimientos, confusiones, temores de este año 2020 al que yo llamo “horribilis”, gafado por el coronavirus que ya no sabemos si es "él" o "ella": el covid (ente vivo y microscópico causante de la enfermedad) o la covid (la enfermedad o epidemia que éste causa).
Estamos todavía en Estado de Alarma. A día de hoy llevamos más de 70 días sin poder hacer “una vida normal” debido al confinamiento que ya, poco a poco, parece dar sus frutos, pero no sin la amenaza de la pandemia.
El futuro pinta lleno de incertidumbres, aciago, aunque esa es la arbitrariedad caprichosa de la vida, ¿verdad?, (pero las generaciones de ahora no le habíamos visto la cara).
Y es que un coronavirus microscópico nos echa de la certidumbre que creíamos inamovible.
Sus consecuencias, su propagación, no lo hacen diferente de otras epidemias. Por eso este cuentito que trata sobre el cólera que asoló el Madrid de Galdós resalta hechos y sensaciones que percibimos hoy.
Vale, es cierto, la vida de entonces y la de ahora no son iguales, pero todos sabemos de lo que habla Galdós en este cuento. Hay partes de nuestro año horribilis que se confunden con el suyo, como esa industria que se nutre de la muerte, que siempre ha existido y existirá. Pero también nos habla del dolor, del luto por las víctimas, de esa música trágica de golpe seco, trallazo de martillo que cierra cada clavo de un ataúd y de una vida. En realidad no es sino un sonido íntimo, el chasquido de un desgarro desolador.
La música de la muerte personificada por el enterrador que vive de ella es algo más que una metáfora. En este breve relato de Galdós repasamos el confinamiento que estamos aún viviendo, el miedo al contagio o, al fin, como también deseamos ahora, el regreso de la esperanza, de la victoria del ser humano sobre la enfermedad. Al fin, el paulatino resurgir a la vida.
Por último, os cuento que hoy me he tomado una licencia.
¡Zas, tijeretazo!
A los que no me vais a perdonar, abajo os dejo el enlace para leer completo este Episodio musical del cólera (en la página de Cervantes virtual, de donde yo lo he extraído). Los dos primeros capítulos o apartados del cuento no aparecen aquí.
Directamente comenzamos en el apartado número III, donde Galdós, anfitrión de lujo para este blog, nos invita a su universo literario con la frase:
«Entremos de lleno en nuestro cuento».
UNA INDUSTRIA QUE VIVE DE LA MUERTE;
EPISODIO MUSICAL DEL CÓLERA
Un cuento de Benito Pérez Galdós.
- III -
Entremos de lleno en
nuestro cuento.
No hay calle en la
villa donde no se encuentre una tienda con un letrero que dice:
«Cajas y hábitos para difuntos.» Podemos referir nuestro cuento a
cada una de esas tiendas y nuestro personaje puede ser cada uno de
los que explotan la industria funeraria.
Penetremos en el
taller: un hombre robusto y fornido, que debe ser el dueño del
establecimiento, se ocupa en clavar unas tablas largas y estrechas de
un extremo: su mano no descansa un momento: su rostro está pálido,
sin duda porque aquel trabajo le induce a tristes meditaciones: su
voz, trémula por el afán de concluir tareas interminables,
interpela bruscamente a los oficiales que en torno suyo le prestan
ardorosa colaboración.
Dos muchachas bien
parecidas se entretienen, sentadas en el suelo, en cortar grandes
pedazos de tela negra, ya de terciopelo, de raso o de percal. Tres
chicos enredan en el suelo y el más pequeño se cubre con un retazo
de paño negro, ahuecando su tierna voz de una manera encantadora,
para asustar a sus dos hermanos, que al verle se mueren de risa.
Ya juegan al
escondite y el más travieso se oculta en una caja concluida, cuyo
recinto repite con eco extraño sus infantiles risotadas. Los unos
chillan, revolotean en torno a aquellos aparatos de muerte con la
misma alegría que si estuvieran en el más bello jardín. Esto no es
extraño, porque lo mismo revolotea la mariposa junto al rosal que
junto al ciprés, y los mismos nidos fabrica el pájaro en el balcón
cubierto de enredaderas que en los detalles góticos de un panteón.
De pronto el padre
descarga con más fuerza su martillo, levanta la frente inundada de
sudor y exclama con dureza, dirigiéndose a las muchachas, que se
distraen con el juego de los niños:
—Trabajad,
holgazanas; ¿he de llevar yo esta vida de perros para manteneros,
mientras vosotras os cruzáis de brazos para ver enredar a esos
chicos? Llevadlos fuera; que la hermana más pequeña deje el sueño;
trabajad todas; ayudad a vuestro padre, que en ocho días no ha
descansado un solo momento.
—Pero, señor,
¿por qué os desveláis de esa manera? ¿No hemos sacado un premio
en la lotería, no tenemos lo suficiente para vivir con comodidad?
—¿Y porque tengo
dinero he de dejar mi trabajo? Vosotras aspiráis, sin duda, a salir
de la posición en que nos encontramos. Queréis ser señoritas,
vestir seda, ir a los teatros, arrastrar cola y llenaros la cabeza
de perendengues... no; no dejaré mi oficio aunque herede las minas
de California.
—Pero pudierais
descansar, trabajar poco, despedir la mitad de los que vienen a
haceros encargos.
—No: mi deber es
equipar a todos los que mueren. ¿Tengo yo la culpa de que caigan
tantos pedidos sobre mi casa? ¿He de negar a mis semejantes este
último mueble? Y en cuanto a la industria que ejerzo, ¿he de
oponerme al desarrollo que toma en estos días? Bueno fuera que no
me resarciera de los perjuicios que me ha ocasionado la elección de
este endiablado oficio. Ved a mis dos vecinos, carpinteros como yo,
que han ganado millones en épocas en que yo he vivido de miseria.
Ellos explotan la industria que vive de la vida; yo la industria que
vive de la muerte. Ellos fabrican muebles de lujo y comodidades;
sillones, butacas, tocadores, estantes, consolas; yo fabrico
ataúdes; cuando ellos se han enriquecido, yo me he contentado con
un mal vivir; ahora gano yo y ellos no ven entrar en sus tiendas un
maravedí. Alabemos a la divina Providencia, que reparte sus bienes
a todos los seres y protege todos los modos de subsistir, que hace
alternar las épocas de prosperidad con las épocas de
consternación, para que nosotros, los que de ésta vivimos, no
muramos de miseria. Yo he leído no sé en qué libro, que Dios
permite las inundaciones para que los infelices grajos se mueran de
hambre, y permite los naufragios para dar alimento a los infelices
peces que gustan de nuestra carne. ¿Qué extraño es que permita el
cólera para que prospere una industria que anda de capa caída la
mayor parte del año?
Las muchachas se
convencieron y el padre respiró ruidosamente, satisfecho de su
peroración. En tanto el barrio continuaba aterrado por el cólera,
el cólera continuaba haciendo víctimas, las víctimas pidiendo
ataúdes y los ataúdes resonando heridos por aquellos malditos
martillos que no dejan de sonar nunca.
Aquella percusión
monótona, perenne, sigue enumerando las partidas de una funesta suma
que va creciendo, siempre creciendo, sin que adivinemos su fin.
Aquella nota vibrada por un hierro continúa presentando a nuestra
imaginación la idea de la muerte en la parte que tiene de
descomposición, de tierra, de lágrimas, de exequias; en la parte
que tiene de este mundo.
Cuentan que para
atormentar a un criminal a quien no se quiso arrancar la vida, se le
encerró en una celda, a donde no llegaba la voz de ningún ser
viviente; cuidaron de que ningún rumor externo llegase a sus oídos
y en el techo de la celda colocaron un reló cuyo péndulo
marcaba con horrorosa monotonía los segundos y prolongaba un sonido
seco, penetrante, acompasado siempre, por espacio de horas, días,
meses y años. Ese criminal se volvió loco.
- IV -
La tempestad impera
en el mundo mucho menos tiempo que la calma. El reinado de la
epidemia es corto si se le compara al reinado de la salud. Llega una
hora en que el cielo, cargado de miasmas deletéreos, se purifica:
las espesas nubes que sobre la ciudad consternada derramaban un
germen mortífero son impelidas hacia el horizonte por las auras
refrigerantes: los pájaros ausentes, que una atmósfera
corrompida había ahuyentado de Madrid, aparecen en bandadas; se
acercan cantando a los extremos de la población; revolotean en torno
a las fuentes, en torno a los árboles; invaden en un gracioso
torbellino los jardines de la plaza de Oriente, y acarician y
festejan a sus antiguos amigos, el caballo de bronce y su jinete el
señor D. Felipe IV; se reúnen, como si tomaran una consigna, se
arremolinan, fluctúan, vacilan en la dirección que han de tomar, y
al fin se esparcen, se extienden en grupos traviesos por todas las
calles, saludando en un concierto de alas suavemente agitadas, de
trinos sonoros, la convalecencia de la gran ciudad que hace tiempo
vivía en la tristeza, sin salud y sin pájaros.
En tanto la alegría
vuelve a todos los semblantes: anímanse las reuniones públicas:
despiertan los que aún viven de su sueño de abatimiento: el corazón
late ensanchado y el estómago adquiere el dominio de sí mismo: las
inteligencias tienden de nuevo al vuelo, dirigiéndose hacia la
verdad o hacia el error: circula todo lo que estaba paralizado:
muévese todo lo que permanecía inerte: comienza a vivir todo lo que
vegetaba: se piensa, se ama, se odia, se intriga de nuevo, porque ha
desaparecido la inacción que petrificaba al cuerpo y la zozobra que
entorpecía el espíritu. La chismografía vuelve a lanzar sus
flechas sutiles ya envenenadas, y la política a tejer de nuevo sus
lazos artificiosos.
El barrio descansa
al parecer tranquilo: duerme el médico, el farmacéutico, el
sacristán, el cura, el monago: sin duda ha concluido el periodo de
muerte. Notamos agitación y movimiento en una casa, y preguntamos
llenos de zozobra: «¿Se muere alguien ahí?» y nos contestan: «No:
ha nacido un...» ¡Nacer! ¡Gracias a Dios que nace algo!
Regocijémonos, porque el imperio de la muerte ha concluido y
comienza el periodo de la felicidad. El cielo está despejado, los
pájaros vuelven y los niños nacen. Estamos en plena vida: ya
podemos amar, odiar, pensar, sentir, en una palabra, vivimos.
Pero no: aún
resuena el martillo; aún vemos la mano diabólica de ese artefacto
de la muerte reunir las toscas tablas, alargarlas, revestirlas de un
paño negro, guarnecerlas con franjas amarillas, articular una tapa;
aún vemos que encierran allí algo parecido a un ser humano, dan
vuelta a una llave y lo introducen todo en un agujero profundo que
tapan con yeso y ladrillos; aún escuchamos la voz de nuestro
personaje que increpa severamente a las jóvenes que inclinan sus
cabezas rendidas por el cansancio y el sueño.
—Aprovechemos,
dice, las últimas horas de nuestra prosperidad. Equipemos
convenientemente al último caso. Reniego de mi oficio.
Volaron los días felices de mi industria. ¡Maldito oficio, cuán
corto es tu reinado! Ayudadme, porque siento alguna desazón. Daos
prisa, que el ataúd del señor duque de X..., que tengo entre manos,
ha de ser lo más lujoso que salga de mi taller... (Este maldito
dolor de estómago...) Cortad bien el terciopelo, no manchéis los
talones... (De buena gana tomaba una taza de té.) Este era el
último trabajo, no me queda duda: el duque es el último caso.
(Siento unas náuseas...) ¡El último caso! Adiós ganancia,
prosperidad, vida. (Sentiría tener que dejar esta obra maestra.) En
efecto, es una lástima la pérdida de ese excelente señor... no
dirá que le alojo mal. ¡Qué admirable obra de arte! ¡Qué
terciopelo! ¡Qué raso! ¡Qué galones! Este es un ataúd
verdaderamente real. Los ricos hasta en la muerte han de brillar más
que nosotros: (yo no estoy bueno, no).
¡Quién fuera rico! La cabeza me da vueltas, siento un
marco... ¡Oh! Si yo fuera rico, viviría en un palacio como ese
duque, moriría en un magnífico lecho y me haría enterrar en un
ataúd tan suntuoso como éste... (¡Qué
frío sudor corre por mi frente! ¿Qué será esto?) No crea
el respetable duque que le bajará de cuatro mil reales este cómodo
mueble... (Todo mi cuerpo se enfría, y me abandonan las fuerzas,
¿qué será esto?) Sí: ¡cuatro mil reales! ¡Oh cólera,
cólera, a buen precio me has de pagar tu última víctima! ¡Cuatro
mil reales! Es una suma regular para concluir... pero aquí acaban
los días felices de mi industria; adiós ganancia, prosperidad,
vida... (pero ¿qué es esto? Yo me siento desfallecer...) Hijas,
venid...
Cesó de clavar, y
cayó al suelo después de vacilar un instante. El horrible martillo
calló.
La gente se agolpa a
la puerta de la tienda, atraída por los gritos dolorosos de las
muchachas, alármase el barrio, encáranse los vecinos.
—¿Qué ha
sucedido?
—Nada de
particular. Le ha dado el cólera al fabricante de ataúdes de
nuestra parroquia.
—¡Miren que
casualidad! ¡Después de haber equipado a tantos! Ya no oiremos sus
espantosos martillazos. ¡Dios le perdone un pecado por cada ataúd
que fabricó!
Los vecinos se
meten en sus casas y los curiosos siguen su camino.
- V -
Al siguiente día
la animación y la alegría reinan en todos los talleres de la vida.
El lujo reaparece en la tienda del joyero, del tejedor y del
ebanista. Ostentan las flores artificiales su eterna frescura
plantadas en un capote o en un sombrero, y los diamantes resplandecen
sobre el fondo rojo de un estuche, cuyas dos tapas se abren como dos
mandíbulas hambrientas. Desenvuélvense en los escaparates de la
calle de Espoz y Mina pabellones de encaje y blondas extendidas como
una red, dispuesta a coger traviesos antojos femeniles, y en otra
parte se amontonan profusamente corbatas, hebillas, alfileres,
cinturones, peinetas y todos los detalles de tocador que, aunque
parecen a primera vista insignificantes, sirven para dar a una
belleza un toque delicado que decide de una gran victoria amorosa, o
de una conquista de voluntades masculinas.
En el taller del
carpintero vemos levantarse de nuevo radiante de luz el astro de los
salones, el espejo: circundado de oropeles extiende su tersa
superficie, fiel modelo de perpetua atención y discreto olvido que
observa sin recordar reflejando cuantos cuadros alegres o tristes,
escandalosos o ejemplares, se componen ante su vista; vemos cubrir el
sillón y el sofá un descarnado costillaje con muelles cojines que
se hinchen para sostener nuestros cuerpos y calentarlos, vemos la
consola extender su plancha de mármol para sustentar los jarros de
porcelana, los vasos de cristal y los relojes de bronce: la
reaparición de todas estas piezas elaboradas continuamente para
satisfacer el capricho, la vanidad o la moda son otros tantos
síntomas de vida que anuncian la salud de la gran ciudad. Y este
desarrollo, este despertar de las industrias que se alimentan de
nuestra vida, se hace al compás alegre de martillos sonoros, cuyo
timbre no nos horroriza, ni trae a nuestra mente otras imágenes que
la de una felicidad que sustituye a la desgracia y las de la paz
bulliciosa que sucede a la calma sombría y aterradora de los
periodos de muerte.
El arte fatal que
acumuló riquezas en los días de consternación, ha muerto. Entre
fragmentos de ataúdes rudimentarios y jirones de paño negro está
el cadáver del artesano que era su personificación; y en su mano
estrecha aún el martillo que contó los segundos de reinado de su
ángel tutelar, el cólera. Ya no escuchamos el ruido espantoso de su
hierro, ni tampoco el eco de su voz interpelando rudamente a sus
hijas y a sus compañeros de labor.
Su maldito oficio le
abandona. Los oficiales han huido despavoridos del taller fatal, y en
la casa no hay un ataúd donde enterrar aquel pobre cuerpo que el día
anterior se agitaba en una afanosa tarea. Las hijas se dirigen
llorosas al taller vecino, donde reina la alegría y se respira
una atmósfera de felicidad. Entran y suplican al dueño de la
tienda que labre para su padre el triste mueble que éste hizo para
todos y no para sí, pero su voz no es escuchada: el trabajo que se
alimenta de la vida no abandona un momento su actividad incesante, y
el ruido alegre de sus herramientas de la prosperidad no permiten que
sean escuchados los lamentos de la desgracia. En vano se pide a la
industria vivificadora que sirva a la industria fúnebre, cuyo
reinado sobre la gran ciudad ha concluido. La vida no quiere
encargarse de equipar a la muerte.
Las hijas del
difunto vuelven al taller, donde entre despojos se extiende el
cadáver del industrial de ayer, e intentan construir lo que la mano
pródiga de su padre ofreció a los muertos de la vecindad; pero es
en vano. La madera, al parecer petrificada, se niega a admitir entre
sus fibras el clavo tenaz; éste resiste el golpe del martillo, y se
retuerce, y se contrae antes que penetrar en la madera; la tela huye
de la mano que intenta asirla, y se resbala, replegándose. El
hierro, la madera, el tejido se rebelan contra la muerte, y no
quieren continuar a su servicio.
Mas no es justo que
el padre de los ataúdes no tenga siquiera un miserable cajón donde
ser sepultado. La Providencia divina le ofrece uno, el más bello de
todos, el que construyó para el duque su vecino, a quien él llamaba
el último caso. El enfermo se ha salvado, y sus hijos, que
intentaban quemar el féretro, le regalan a su constructor, al saber
que éste no tuvo la precaución de hacer el suyo. Está sin
estrenar, su terciopelo se conserva limpio y terso y sus galones
brillantes, dispuesto a reflejar en lúgubres cambiantes las
antorchas de un funeral.
El autor es
depositado en su obra maestra, en aquel perfecto y acabado mueble
que, según él, estaba destinado a contener el último caso. Parecía
que lo ocupaba con satisfacción. El oficio que vivió de la muerte
expiró al renacer el trabajo próspero, y fue enterrado en su última
obra.
Al cruzar el lujoso
féretro las calles del barrio, el pueblo exclama alegre: ahí va
el último caso. Mas esta alegría del pueblo no era un impío
sarcasmo. Aquel hombre era la personificación del cólera, y el
cólera había muerto. Justo era que los vivos se alegraran.
- VI -
Los que le
acompañaban aseguran que dentro del ataúd resonaba un golpe seco,
agudo, monótono, producido, al parecer, por un hierro que percutía
sobre otro hierro, como si el muerto remachara por dentro los clavos
con el martillo que nadie había podido separar de su mano. Aseguran
que aun encerrado en el nicho se oía la misma percusión, y los
habitantes del barrio, que durante las sombrías noches del cólera
se desvelaban al rumor de aquella sinfonía pavorosa, sienten aún
las mismas notas agudas, discordantes, precisas, que turbaron el
silencio de aquellas noches, y las oyen siempre, procedentes del
mismo taller que hoy está cerrado, como si algo invisible viniera
por las noches a agitar allí la herramienta fatal.
¡Ruido extraño,
que sobrepuja en expresión al del arte de ritmos y compases! ¿Cuándo
han podido esos envanecidos músicos crear notas de tan maravilloso
efecto?
En nosotros han
producido éste. El cólera se nos ha presentado por su lado musical.
Todo lo creado tiene su armonía. Se ha estudiado el cólera en su
influencia climatérica: se le ha estudiado económicamente: se le ha
estudiado en su terror, en su contagio, en su histeria. ¿Por qué no
se le ha de estudiar en su música?
«El
ataúd es su caja sonora y el martillo su plectro. Algunos han visto
el cólera de cerca, otros le han sufrido, otros le temen y otros le
palpan. ¿Por qué no ha de haber quien le oiga? Sí, le ha oído
quien tiene la manía de atender siempre a la parte musical de las
cosas.»
FIN
[Nota preliminar:
edición digital a partir de la edición de la Nación, Madrid, 2 y 6
de diciembre de 1865.]
Madrid 20 de
Noviembre.
Benito Pérez
Galdós.
Texto completo en
www.cervantesvirtual.com
ENLACES
RECOMENDADOS:
Novelas, cartas,
artículos, archivos para lectura, documentos visuales y sonoros.
Nota biográfica y diversos estudios que exploran la figura, la obra
y la importancia del autor en la historia de la Literatura.
EL RELATO COMPLETO pulsando en el enlace:
http://www.cervantesvirtual.com/portales/benito_perez_galdos/obra-visor/una-industria-que-vive-de-la-muerte-episodio-musical-del-colera--0/html/ffc18922-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html#I_0_
http://www.cervantesvirtual.com/portales/benito_perez_galdos/obra-visor/una-industria-que-vive-de-la-muerte-episodio-musical-del-colera--0/html/ffc18922-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html#I_0_
EL AUTOR EN LA BIBLIOTECA
VIRTUAL CERVANTES:
CATÁLOGO COMPLETO
DE OBRAS DE BENITO PÉREZ GALDÓS:
REVISTA DRUGSTORE,
ARTÍCULO:
Comentarios
Publicar un comentario