(La gran prosa
de Vicente Blasco Ibáñez a través de sus cuentos.)
Tendido
de espaldas en el camastro y siguiendo con vaga mirada las grietas
del techo, el periodista Juan Yáñez, único huésped de la sala de
políticos, pensaba que había entrado aquella noche en el tercer mes
de su encierro.
Las
nueve... La corneta había lanzado en el patio las prolongadas notas
del toque de silencio; en los corredores sonaban con monótona
igualdad los pasos de los vigilantes, y de las cerradas cuadras,
repletas de carne humana, salía un rumor acompasado semejante al
fuelle de una fragua lejana o a la respiración de un gigante
dormido; parecía imposible que en aquel viejo convento, tan
silencioso, cuya mina resultaba más visible a la cruda luz del gas,
durmiesen mil hombres.
El
pobre Yáñez, obligado a acostarse a las nueve, con una perpetua luz
ante los ojos, sumido en un silencio aplastante que hacía creer en
la posibilidad del mundo muerto, pensaba en lo duramente que iba
saldando su cuenta con las instituciones. ¡Maldito artículo! Cada
línea iba a costarle una semana de encierro; cada palabra, un día.
Y Yáñez, recordando que aquella noche comenzaba la temporada de
ópera con Lohengrin, su ópera predilecta, veía los palcos cargados
de hombros desnudos y nucas adorables entre destellos de pedrería,
reflejos de seda y airoso ondear de rizadas plumas. «Las nueve...
Ahora habrá salido el cisne, y el hijo de Parsifal lanzará sus
primeras notas entre los siseos de expectación del público... ¡Y
yo aquí! ¡Cristo! No tengo mala ópera.»
Sí;
no era mala. Del calabozo de abajo, como si provinieran de un
subterráneo, llegaban los ruidos con que delataba su existencia un
bruto de la montaña a quien iban a ejecutar de un momento a otro,
por un sin número de asesinatos. Era un chocar de cadenas que
parecían un montón de clavos y llaves viejas, y, de cuando en
cuando, una voz débil repitiendo: «Pa…, dre nuestro, que es...tás
en los cielos... San...ta María», con la expresión tímida y
suplicante del niño que se duerme en brazos de su madre. ¡Siempre
repitiendo la monótona cantilena, sin que pudieran hacerle callar!
Según
opinión de los más, quería con esto fingirse loco para salvar el
cuello; tal vez catorce meses de aislamiento en un calabozo,
esperando a todas horas la muerte, habían acabado con su escaso seso
de fiera instintiva.
Estaba
Yáñez maldiciendo la injusticia de los hombres que, por unas
cuantas cuartillas, emborronadas en un momento de mal humor, le
obligaba a dormirse todas las noches arrullado por el delirio de un
condenado a muerte, cuando oyó fuertes voces y pasos apresurados en
el mismo piso donde estaba su departamento.
–-No:
no dormiré ahí - gritaba una voz trémula y atiplada-. ¿Soy acaso
algún criminal? Soy un funcionario de Gracia y Justicia lo mismo que
ustedes…, y con treinta años de servicios. Que pregunten por
Nicomedes; todo el mundo me conoce; hasta los periódicos han hablado
de mi. Y después de alojarme en la cárcel, ¿aún quieren hacerme
dormir en un desván que ni para los presos sirve? Muchas gracias.
¿Para esto me ordenan venir?... Estoy enfermo y no duermo ahí. Que
me traigan un médico; necesito un médico.
Y el
periodista, a pesar de su situación, reíase
regocijado por la entonación afeminada y ridícula con que el de los
treinta años de servicios pedía el médico. Repitióse
el murmullo de voces; discutían como si formasen consejo; oyéronse
pasos, cada vez más cercanos, y se abrió la puerta de la sala de
políticos, asomando por ella una gorra con galón de oro.
–-Don
Juan -dijo el empleado con cierta cortedad-, esta noche tendrá usted
compañía... Dispense usted, no es mía la culpa; la necesidad... En
fin: mañana ya dispondrá el jefe otra cosa. Pase usted... Señor.
Y el
señor (así, con entonación irónica) pasó la puerta, seguido de
dos presos: uno, con una maleta y un bulto de mantas y bastones;
otro, con un saco, cuya lona marcaba las aristas de una caja ancha y
de poca altura.
–-Buenas
noches, caballero.
Saludaba
con humildad, con aquella voz trémula que hizo reír a Yáñez, y al
quitarse el sombrero descubrió una cabeza pequeña, cana y
cuidadosamente rapada. Era un cincuentón obeso, coloradote;
la capa parecía caerse de sus hombros, y un mazo de dijes, colgando
de una gruesa cadena de oro, repiqueteaba sobre su vientre al menor
movimiento. Sus ojos, pequeños, tenían los reflejos azulados del
acero y la boca parecía oprimida por unos bigotillos curvos y
caídos como dos signos de interrogación.
–-Usted
dispense -dijo, sentándose-, voy a molestarle mucho; pero no es por
culpa mía: he llegado en el tren de esta noche, y me encuentro con
que me dan para dormitorio un desván lleno de ratas. ¡Vaya un
viaje!
–-¿Es
usted preso?
–-En
este momento, sí -dijo sonriendo-; pero no le molestaré mucho con
mi presencia.
Y el
panzudo burgués se mostraba obsequioso, humilde, como si pidiera
perdón por haber usurpado su puesto en la cárcel.
Yáñez
le miraba fijamente; tanta timidez le asombraba. ¿Quién sería
aquel sujeto? Y por su imaginación danzaban ideas sueltas, apenas
esbozadas, que parecían buscarse y perseguirse para completar un
pensamiento.
De
pronto, al sonar a lo lejos otra vez el quejumbroso «Padre
nuestro...» de la fiera encerrada, el periodista se incorporó
nerviosamente, como si acabase de atrapar la idea fugitiva, fijando
su vista en aquel saco que estaba a los pies del recién llegado.
–-¿Qué
lleva usted ahí?... ¿Es la caja de las herramientas?
El
hombre pareció dudar, pero, al fin, se le impuso la enérgica
expresión interrogativa e inclinó la cabeza afirmativamente.
Después el silencio se hizo largo y penoso.
Unos
presos colocaban la cama de aquel hombre en un rincón de la sala.
Yáñez contemplaba fijamente a su compañero de hospedaje, que
permanecía con la cabeza baja. Como rehuyendo sus miradas.
Cuando
la cama quedó hecha y los presos se retiraron, cerrando el empleado
la puerta con el cerrojo exterior, continuó el penoso silencio. Por
fin, aquel sujeto hizo un esfuerzo y habló:
–-Voy
a dar a usted una mala noche; pero no es mía la culpa; ellos me han
traído aquí. Yo me resistía, sabiendo que es usted una persona
decente, que sentirá mi presencia como lo peor que le haya podido
ocurrir en esta casa.
El
joven se sintió desarmado por tanta humildad.
–-No,
señor; yo estoy acostumbrado a todo -dijo con ironía- ¡se hacen en
esta casa tan buenas amistades, que una más nada importa! Además,
usted no parece mala persona.
Y el
periodista, que aún no se había limpiado de sus primeras lecturas
románticas, encontraba muy original aquella entrevista, y hasta
sentía cierta satisfacción.
–-Yo
vivo en Barcelona -continuó el viejo-; pero mi compañero de este
distrito murió hace poco de la última borrachera, y ayer, al
presentarme en la Audiencia, me dijo un alguacil: «Nicomedes...»
Porque yo soy Nicomedes Terruño, ¿no ha oído usted hablar de
mi?... Es extraño; la Prensa ha publicado muchas veces mi nombre.
«Nicomedes, de orden del señor presidente, que tomes el tren de
esta noche.» Vengo con el propósito de meterme en una fonda hasta
el día del trabajo, y desde la estación me traen aquí, por no sé
qué miedos y precauciones; y para mayor escarnio me quieren alojar
con las ratas. ¿Ha visto usted? ¿Es esto manera de tratar a los
funcionarios de Justicia?
–-¿Y
lleva usted muchos años desempeñando el cargo?
–-Treinta
años, caballero; comencé en tiempos de Isabel Segunda. Soy el
decano de la clase, y cuento en mi lista hasta condenados políticos..
Tengo el orgullo de haber cumplido siempre mi deber. El de ahora será
el ciento dos: son muchos, ¿verdad? Pues con todos me he portado lo
mejor que he podido. Ninguno se habrá quejado de mi. Hasta los ha
habido veteranos del presidio, que al yerme en el último momento, se
tranquilizaban decían: «Nicomedes, me satisface que seas tú.»
El
funcionario iba animándose en vista de la atención benévola y
curiosa que le prestaba Yáñez. Iba tomando tierra: cada vez hablaba
con más desembarazo.
–-Tengo
también mi poquito de inventor -continuó-. Los aparatos los fabrico
yo mismo, y en cuanto a limpieza, no hay más que pedir... ¿Quiere
usted verlos?
El
periodista saltó de la cama, como dispuesto a huir.
–-No;
muchas gracias; no se moleste. Le creo.
Y
miraba con repugnancia aquellas manos, cuyas palmas eran rojizas y
grasientas. Restos, tal vez, de la limpieza reciente de que hablaba;
pero a Yáñez le parecían impregnadas de grasa humana, del zumo de
aquel centenar que formaba su lista.
–-¿Y
está usted satisfecho de la profesión? -preguntó para hacerle
olvidar el deseo de lucir sus invenciones.
–-¡Qué
remedio!... Hay que conformarse. Mi único consuelo es que cada vez
se trabaja menos. Pero ¡cuán duro es este plan!... ¡Si yo lo
hubiera sabido...!
Y
quedó silencioso, mirando al suelo.
–-Todos
contra mí -continuó-. Yo he visto muchas comedias. ¿Sabe usted? He
visto que ciertos reyes antiguos iban a todas partes llevando detrás
al ejecutor de su justicia, vestido de rojo, con el hacha al cuello,
y hacían de él su amigo y consejero. ¡Aquello era lógico! El
encargado de cumplir la justicia me parece que es alguien, y alguna
consideración merece. Pero en estos tiempos todo son hipocresías.
Grita el fiscal pidiendo una cabeza en nombre de no sé cuántas
cosas respetables, y a todos les parece bien; llego yo después,
cumpliendo sus órdenes, y me escupen y me insultan. Diga, señor:
¿es esto justo?... Si entro en una fonda, me ponen en la puerta
apenas me conocen; en la calle todos rehuyen mi contacto, y hasta en
la Audiencia me tiran el sueldo a los pies, como si yo no fuese un
funcionario lo mismo que ellos, como si mi dinero no figurase en el
presupuesto... ¡Todos contra mi! Y después -añadió con voz apenas
perceptible- los otros enemigos... ¡Los otros! ¿Sabe usted? Los que
se fueron para no volver, y, sin embargo, vuelven; ese centenar de
infelices a los que traté con mimos de padre, haciéndoles el menor
daño posible, y que..., ¡ ingratos!, vienen a mi apenas me ven
solo.
–-¡Qué!...
¿Vuelven?
–-Todas
las noches. Los hay que me molestan poco; los últimos, apenas; me
parecen amigos de los que me despedí ayer; pero los antiguos, los de
mi primera época, cuando aún me emocionaba y me sentía torpe, ésos
son verdaderos demonios que apenas me ven solo en la oscuridad,
desfilan sobre mi pecho en interminable procesión, me oprimen, me
asfixian, rozándome los ojos con el borde de sus ropas. Me siguen a
todas partes, y así como me hago viejo, son más asiduos. Cuando me
metieron en el desván, comencé a verlos asomar por los rincones más
oscuros. Por eso pedía un médico: estaba enfermo; tenia miedo a la
noche; quería luz, compañía.
–-¿Y
siempre está usted solo?
–-No:
tengo familia allá en mi casita de las afueras de Barcelona; una
familia que no da disgustos; un perro, tres gatos y ocho gallinas. No
entienden a las personas, y por eso me respetan, me quieren como si
yo fuera un hombre igual a los demás. Envejecen tranquilamente a mi
lado. Nunca se me ha ocurrido matar una gallina; me desmayo viendo
correr la sangre.
Y
decía esto con la misma voz quejumbrosa de antes, débil, anonadado,
como si sintiera el lento desplome de su interior.
–-¿Y
nunca tuvo usted familia?
–-¿Yo?...
¡Como todo el mundo! A usted se lo cuento, caballero. ¡Hace tanto
tiempo que no hablo! ... Mi mujer murió hace seis años. No crea
usted que era una de esas mujerzuelas borrachas y embrutecidas, que
es el papel que en las novelas se reserva siempre a la hembra del
verdugo. Era una moza de mi pueblo con la que casé al volver del
servicio. Tuvimos un hijo y una hija; pan, poco; miseria, mucha, y,
¿qué quiere usted?, la juventud y cierta brutalidad de carácter me
llevaron al oficio. No crea que conseguí fácilmente el puesto:
hasta necesité influencias. Al principio hacíame gracia el
odio de la gente: me sentía orgulloso por inspirar terror y
repugnancia. Presté mis servicios en muchas Audiencias, rodamos por
media España, y los chicos, cada vez más hermosos, hasta que, por
fin, caímos en Barcelona. ¡Qué gran época! La mejor de mi vida:
en cinco o seis años no hubo trabajo. Mis ahorros se convirtieron en
una casita en las afueras, y los vecinos apreciaban a don Nicomedes,
un señor simpático, empleado en la Audiencia. El chico, un ángel
de Dios, trabajador, modosito y callado, estaba en una casa de
comercio; la niña, ¡ cuánto siento no tener aquí su retrato!, la
niña, que era un serafín, con unos ojazos azules y una trenza
rubia, gruesa como mi brazo y que, cuando correteaba por nuestro
huertecillo parecía una de esas señoritas que salen en las óperas.
No iba a Barcelona con su madre sin que algún joven viniera tras sus
pasos. Tuvo un novio formal; un buen muchacho, que pronto iba a ser
médico. Cosas de ella y de su madre; yo fingía no ver nada, con esa
bondadosa ceguera de los padres que se reservan para el último
momento. Pero, Señor, ¡cuán felices éramos!
La
voz de Nicomedes era cada vez más temblorosa: sus ojillos azules
estaban empañados. No lloraba; pero su grotesca obesidad agitábase
con los estremecimientos del niño que hace esfuerzos para tragarse
las lágrimas.
–-Pero
se le ocurrió a un desalmado de larga historia dejarse coger; le
sentenciaron a muerte, y hube de entrar en funciones cuando ya casi
había olvidado cuál era mi oficio. ¡Qué día aquel! Media ciudad
me conoció viéndome sobre el tablado, hasta hubo periodistas que,
como son peor que una epidemia (usted dispense), averiguaron mi vida,
presentándonos en letras de molde a mí y a mi familia, como si
fuéramos bichos raros, y afirmando con admiración que teníamos
facha de personas decentes. Nos pusieron en moda. Pero ¡qué moda!
Los vecinos cerraban puertas y ventanas al verme, y aunque la ciudad
es grande, siempre me conocían en las calles y me insultaban. Un
día, al entrar en casa, me recibió mi mujer como una loca. ¡La
niña! ¡La niña!... La vi en la cama, con el rostro desencajado,
verdoso, ¡ella, tan bonita!, y la lengua manchada de blanco. Estaba
envenenada, envenenada con fósforos, y había sufrido atroces
dolores durante horas enteras; callando para que el remedio llegase
tarde…, ¡y llegó! Al día siguiente ya no vivía... La pobrecita
tuvo valor. Amaba con toda su alma al mediquín, y yo mismo
leí la carta en la que el muchacho se despedía para siempre por
saber de quién era hija. No la lloré. ¿Tenía acaso tiempo? El
mundo se nos venía encima; la desgracia soplaba por todos lados;
aquel hogar tranquilo que nos habíamos fabricado se desplomaba por
sus cuatro ángulos. Mi hijo..., también a mi hijo le arrojaron de
la casa de comercio, y fue inútil buscar nueva colocación ni apoyo
en sus amigos. ¿Quién cruza la palabra con el hijo del verdugo?
¡Pobrecito! ¡Como si a él le hubieran dado a escoger el padre
antes de venir al mundo! ¿Qué culpa tenia, él, tan bueno, de que
yo le hubiese engendrado? Pasaba todo el día en casa, huyendo de la
gente, en un rincón del huertecillo, triste y descuidado desde la
muerte de la niña. «En qué piensas», Antonio?, le preguntaba.
«Papá, pienso en Anita.» El pobre me engañaba. Pensaba en él, en
lo cruelmente que nos habíamos equivocado, creyéndonos por una
temporada iguales a los demás, y cometiendo la insolencia de querer
ser felices. El batacazo sufrido fue terrible; imposible levantarse.
Antonio desapareció.
–-¿Y
nada ha sabido usted de su hijo? -dijo Yáñez, interesado por la
lúgubre historia.
–-Sí,
a los cuatro días. Le pescaron frente a Barcelona; salió envuelto
en redes, hinchado y descompuesto... Usted ya adivinará lo demás.
La pobre vieja se fue poco a poco, como si los chicos tirasen de ella
desde arriba; y yo, el malo, el empedernido, me he quedado aquí,
solo, completamente solo, sin el recurso siquiera de beber, porque si
me emborracho vienen ellos, ¿sabe usted?, ellos, mis perseguidores,
a enloquecerme con el aleteo de sus ropas negras, como si fuesen
enormes cuervos, y me pongo a morir... Y, sin embargo, no los odio.
¡Infelices! Casi lloro cuando los veo en el banquillo. Otros son los
que me han hecho mal. Si el mundo se convirtiera en una sola persona;
si todos los desconocidos que me robaron a los míos con su desprecio
y su odio tuvieran un solo cuello y me lo entregaran, ¡ay, cómo
apretaría! ..., ¡con qué gusto!…
Y
hablando a gritos se había puesto en pie, agitando con fuerza sus
puños, como si retorciese una palanca imaginaria. Ya no era el mismo
ser tímido, panzudo y quejumbroso. En sus ojos brillaban pintas
rojas como salpicaduras de sangre; el bigote se erizaba, y su
estatura parecía mayor, como si la bestia feroz que dormía dentro
de él, al despertar, hubiese dado un formidable estirón a la
envoltura.
En
el silencio de la cárcel resonaba cada vez más claro el doloroso
canturreo que venia del calabozo: «Pa...dre nues.. .tro, que
estás... en los cielos...»
Don
Nicomedes no lo oía. Paseaba furioso por la habitación, conmoviendo
con sus pasos el piso que servía de techo a su víctima. Por fin, se
fijó en el monótono quejido.
–-¡Cómo
canta ese infeliz! -murmuró-. ¡Cuán lejos estará de saber que
estoy yo aquí, sobre su cabeza!
Se
sentó desalentado y permaneció silencioso mucho tiempo, hasta que
sus pensamientos, su afán de protesta, le obligaron a hablar.
-Mire
usted, señor: conozco que soy un hombre malo y que la gente debe
despreciarme. Pero lo que me irrita es la falta de lógica. Si lo que
yo hago es un crimen, que supriman la pena de muerte y reventará de
hambre en un rincón como un perro. Pero si es necesario matar para
tranquilidad de los buenos, entonces, ¿por qué se me odia? El
fiscal que pide la cabeza del malo nada sería sin mí, que obedezco;
todos somos ruedas de la misma máquina, y ¡vive Dios! Que merecemos
igual respeto, porque yo soy un funcionario.., con treinta años de
servicios.
PARA VER OTROS RELATOS DE ESTE GRAN ESCRITOR VALENCIANO QUE VIVIÓ ENTRE FINALES DEL SIGLO XIX Y LOS COMIENZOS DEL XX:
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