HOMENAJE
A GALDÓS
DÍA 5
Procedente de Banco de imágenes de Pixabay. La calavera hace mención al dicho popular de lo de "ser un calavera". |
EL DON JUAN
(DE BENITO PÉREZ GALDÓS)
«Esta
no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo
todas las potencias infernales», dije yo siguiéndola a algunos
pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin cuidarme de su
acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura
ofrecía.
¡Cuánto
me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos
ojos, de majestuoso y agraciado andar, de celestial y picaresca
sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea levemente
encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez,
capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y
fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones
voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con
una fuerza de caballos de buena raza inglesa.
Su
mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor
normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía,
salían furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero
mi alma quería quemarse y no cesaba de revolotear como imprudente
mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral finísimo; su
cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol delicado y flexible;
sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol escurecían. En el
hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de
su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar,
adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se
mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los
adoquines parecían convertirse en flores cuando ella pasaba; de los
movimientos de sus brazos, de las oscilaciones de su busto, del
encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el
centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas, suficientes
para dar alimento para un año al cable submarino.
No
había oído su voz; de repente la oí. ¡Qué voz, Santo Dios!,
parecía que hablaban todos los ángeles del cielo por boca de su
boca. Parecía que vibraba con sonora melodía el lunar, corchea
escrita en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella nota; y digo
que la devoré, porque me hubiera comido aquel lunar, y hubiera dado
por aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos los don
Juanes de la tierra.
Su
voz había pronunciado estas palabras que no puedo olvidar:
—Lurenzo,
¿sabes que comería un bucadu? -Era gallega.
—Angel
mío -dijo su marido, que era el que la acompañaba- aquí tenemos
el café del Siglo, entra y tomaremos jamón en dulce.
Entraron,
entré; se sentaron, me senté (enfrente); comieron, comí (ellos
jamón, yo… no me acuerdo de lo que comí; pero lo cierto es que
comí).
Él
no me quitaba los ojos de encima. Era un hombre que parecía hecho
por un artífice de Alcorcón, expresamente para hacer resaltar la
belleza de aquella mujer gallega, pero modelada en mármol de Paros
por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y regordete, de rostro
apergaminado y amarillo como el forro de un libro viejo: sus cejas
angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían algo de
inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700
páginas, voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre estaba
encuadernado en un enorme gabán pardo con cantos de lanilla azul.
Después
supe que era un bibliómano.
Yo
empecé a deletrear la cara de mi bella galleguita.
Soy
fuerte en la paleontología amorosa. Al momento entendí la
inscripción, y era favorable para mí.
—Victoria
-dije, y me preparé a apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo.
Era el número 1.003.
Comieron,
y se hartaron, y se fueron.
Ella
me miró dulcemente al salir. Él me lanzó una mirada terrible,
expresando que no las tenía todas consigo; de cada renglón de su
cara parecía salir una chispa de fuego indicándome que yo había
herido la página más oculta y delicada de su corazón, la página o
fibra de los celos.
Salieron,
salí.
Entonces
era yo el don Juan más célebre del mundo, era el terror de la
humanidad casada y soltera. Relataros la serie de mis triunfos sería
cosa de no acabar. Todos querían imitarme; imitaban mis ademanes,
mis vestidos. Venían de lejanas tierras sólo para verme. El día en
que pasó la aventura que os refiero era un día de verano, yo
llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color de fila que estaban
diciendo comedme.
Se
pararon, me paré; entraron, esperé: subieron, pasé a la acera de
enfrente.
En
el balcón del quinto piso apareció una sombra: ¡es ella!, dije yo,
muy ducho en tales lances.
Acerqueme,
mire a lo alto, extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando
de repente ¡cielos misericordiosos!, ¡cae sobre mí un diluvio!…
¿de qué? No quiero que este pastel quede, si tal cosa nombro, como
quedaron mi chaleco y mis guantes.
Lleneme
de ira: me habían puesto perdido. En un acceso de cólera, entro y
subo rápidamente la escalera.
Al
llegar al tercer piso, sentí que abrían la puerta del quinto. El
marido apareció y descargó sobre mí con todas sus fuerzas un
objeto que me descalabró: era un libro que pesaba sesenta libras.
Después otro del mismo tamaño, después otro y otro; quise
defenderme, hasta que al fin una Compilatio decretalium me remató:
caí al suelo sin sentido.
Cuando
volví en mí, me encontré en el carro de la basura.
Levanteme
de aquel lecho de rosas y me alejé como pude. Miré a la ventana:
allí estaba mi verdugo en traje de mañana, vestido a la holandesa;
sonrió maliciosamente y me hizo un saludo que me llenó de ira.
Mi
aventura 1.003 había fracasado. Aquélla era la primera derrota que
había sufrido en toda mi vida. Yo, el don Juan por excelencia ¡el
hombre ante cuya belleza, donaire, desenfado y osadía se habían
rendido las más meticulosas divinidades de la tierra!… Era preciso
tomar la revancha en la primera ocasión. La fortuna no tardó en
presentármela.
Entonces
¡ay!, yo vagaba alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los
teatros, las reuniones y también las iglesias.
Una
noche, el azar, que era siempre mi guía, me había llevado a una
novena: no quiero citar la iglesia, por no dar origen a sospechas
peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla, desde donde sin ser
visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi una sombra,
una figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su
ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras
negras desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí
que era hermosísima, por esa facultad de adivinación que tenemos
los don Juanes.
Concluyó
el rezo; salió, salí; un joven la acompañaba «¡su esposo!»,
dije para mí, algún matrimonio en la luna de miel.
Entraron,
me paré y me puse a mirar los cangrejos y langostas que en un
restaurante cercano se veían expuestos al público. Miré hacia
arriba ¡oh felicidad! Una mujer salía del balcón, alargaba la
mano, me hacía señas… Cercioreme de que no tenía en la mano
ningún ánfora de alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué.
Un papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en mi
hombro. Leí: era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un
jardín, saltar tapias!, eso era lo que a mí me gustaba. Llegó la
siguiente noche y acudí puntual. Salté la tapia y me hallé en el
jardín.
Un
tibio y azulado rayo de luna, penetrando por entre las ramas de los
árboles, daba melancólica claridad al recinto y marcaba pinceladas
y borrones de luz sobre todos los objetos.
Por
entre las ramas vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se
sentían, avanzaba de un modo misterioso, como si una suave brisa la
empujara. Acercose a mí y me tomó de una mano; yo proferí las
palabras más dulces de mi diccionario y la seguí; entramos juntos
en la casa. Ella andaba con lentitud y un poco encorvada hacia
adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por el
Elíseo, así debía andar Dido cuando se presentó a los ojos de
Eneas el Pío.
Entramos
en una habitación oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me
pareció un ronquido, articulado por unas fauces llenas de rapé. Sin
embargo, aquel sonido debía salir de un seno inflamado con la más
viva llama del amor. Yo me postré de rodillas, extendí mis brazos
hacia ella… cuando de pronto un ruido espantoso de risas resonó
detrás de mí; abriéronse puertas y entraron más de veinte
personas, que empezaron a darme de palos y a reír como una cuadrilla
de demonios burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi,
¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años, una
arpía arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de
una mujer antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro
constipado; su nariz era un cuerno, su boca era una cueva de
ladrones, sus ojos, dos grietas sin mirada y sin luz. Ella también
se reía ¡la maldita!, se reía como se reiría la abuela de Lucifer
si un don Juan le hubiera hecho el amor.
Los
golpes de aquella gente me derribaron; entre mis azotadores estaban
el bibliómano y su mujer que parecían ser los autores de aquella
trama.
Entre
puntapiés, pellizcos, bastonazos y pescozones, me pusieron en la
calle, en medio del arroyo, donde caí sin sentido, hasta que las
matutinas escobas municipales me hicieron levantar. Tal fue la
singular aventura del don Juan más célebre del universo. Siguieron
otras por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que
constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la
inmundicia acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este
sitio, donde me tienen encerrado, diciendo que estoy loco. La
sociedad ha tenido que aherrojarme como a una fiera asoladora; y en
verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera destruido.
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