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DESEO Y POSESIÓN, ALEJANDRO DUMAS Y OTRAS HISTORIAS

 





DESEO Y POSESIÓN

Tres cuentos de Alejandro Dumas

(1802-1870)



La biografía de Alejandro Dumas (Dumas padre, ya que el hijo también fue novelista y llevaba su mismo nombre, siendo el autor, entre otras novelas, de La dama de las camelias) es muy interesante.

Apasionado de la vida, ambicioso, viajero, aventurero y autor de El conde de Montecristo, Los tres mosqueteros (1844), El collar de la reina, El tulipán negro o El hombre de la máscara de hierro entre otras.



Alejandro Dumas era mestizo. Su padre fue el primer general negro.



El padre del primer Alejandro Dumas le inspiró a éste el argumento de algunas novelas y aportó su carácter y sus hazañas a alguno de sus personajes. El padre del escritor era hijo de un noble. El abuelo de Dumas había sido un malgastador y un vividor, y teniendo que huir de sus acreedores se instaló en la colonia de Santo Domingo, hoy Haití, donde se enamoró de Marie Cessette Dumas, una esclava de color con la que tuvo dos hijos, uno de ellos fue el padre del novelista. Para regresar a Francia este hombre de noble cuna vendió como esclavo a uno de sus hijos (para poder pagarse el pasaje). 

Ya en Francia el padre del escritor, que tuvo una infancia y una juventud difíciles, ingresó en el ejército, donde realizó una carrera meteórica pasando de ser soldado raso a coronel y de ahí a general del ejército de Napoleón y héroe de guerra. Pero tiempo después cayó en desgracia cuando se enfrentó a poderosos hombres y fue llevado a prisión. Encarcelado en un horrible lugar perdió su fortuna y su posición social, lo que  recuerda bastante a lo que le sucede a Edmundo Dantés, el Conde de Montecristo.



El Conde de Montecristo existió, en cierto modo, fue el padre de Dumas.



De la caída en desgracia del general al que llamaban "el general negro" y de su gran valor, extrajo Dumas a ese intrépido justiciero que es Edmundo Dantés, quizá el personaje literario más admirado que ha existido jamás. 

Ese plan de venganza que ejecuta con extraordinario tesón, inteligencia e inventiva, y  nos deja con buen sabor porque el placer de la venganza que se inicia con la ira resulta que al final ya no es una venganza, porque el odio de Dantés va aplacándose y surge lo mejor de él. Lo que inicia Dantés con odio se transforma en un ajuste de cuentas que sólo clama justicia. Al final el personaje literario ya no siente odio,  su éxito ya no le importa. El hombre bueno sale vencedor frente a quienes tanto dolor e injusticias le infringieron, solo desea recuperar a Mercedes, el amor de su vida, vivir en paz con su conciencia. En fin, El conde de Montecristo es una lección, pero no olvidemos que es una lección romántica, una visión romántica de la vida.

Seguramente Dumas hubiera querido que su padre encontrara esa paz que en la vida real no le otorgaron sus enemigos. A lo mejor de alguna manera el hijo le dedicó al padre esta venganza literaria.



Tom Reiss: el autor de El conde negro.



Tom Reiss (Nueva York, 1964) es periodista y escribe regularmente en el New York Times, el Wal Street Journal y el New Yorker entre otros y es autor de “El conde negro: Gloria, revolución, traición y el verdadero conde de Montecristo”, libro ganador del Premio Pulitzer de biografía en 2013 que relata estas maravillosas historias verídicas sobre Dumas y su progenitor. El padre de Dumas murió en la ruina. Dumas fue un autodidacta, se forjó a sí mismo como escritor y adoptó el segundo apellido de su madre. Entre los escritores a los que admiraba estaba Walter Scott.

Dumas viajó a París a los veintiún años y se pagó los alojamientos y

las comidas cazando liebres



Tras trabajar para un notario o abogado, mediante la recomendación del general Foy consiguió el puesto de escribiente para el duque de Orléans y a partir de entonces su vida fue un ir y venir aventurero en el que se sustentó con una enorme producción de textos. Dicen que tuvo hasta 67 “negros literarios”, es decir, escritores que trabajaban para él o le ayudaban en la documentación y la escritura de sus novelas. Publicó textos tan variados como poemas, novelas históricas o románticas, relatos, cuentos infantiles, artículos periodísticos y cuadernos de viajes. Lo más increíble es su gran producción de personajes, pues quienes los han contado ¡bendita paciencia! dicen que los personajes protagonistas de Dumas ascienden a un total de 4056 ¡nada menos!, y que los secundarios son 8872, además de 24339 figurantes ¡ahí es nada!


La amistad de Alejandro Dumas y Julio Verne

Aquí os dejo un video muy interesante y divertido de J. Priego en "Historias de la Historia" donde nos cuenta la anécdota de cómo se conocieron Verne y Dumas, ¿Será cierto que la relación de amistad surgió a raíz de una tortilla?

 La verdad es que fueron amigos hasta la muerte de Dumas, a quien Julio Verne dedicó una de sus novelas como homenaje.




Y hablando de Julio Verne, aquí dejo enlace a  https://conelcuentoenlostalones.blogspot.com/2016/02/julio-verne-el-gran-visionario.html



A Dumas le persiguió la sombra del racismo



Los tres Mosqueteros y El conde de Montecristo le hicieron alcanzar éxito y riqueza, pero siempre tenía que lidiar con comentarios y prejuicios raciales no precisamente agradables sobre su condición de mestizo. Prueba de ello es que sus restos no fueron trasladados al Panteón de París, que es donde entierran a los hombres ilustres de Francia, hasta el año 2002, es decir, ciento treinta y dos años después de su muerte. Alguna referencia a ese trato he encontrado en algún lugar donde se cuenta que el gran Balzac se refirió a él alguna vez como “ese negro”, o que Verlaine hizo algo parecido llamándolo “tío Tom”. Y es que nadie se escapa de estas cosas... Sin embargo, también hay que recordar que obtuvo importantes reconocimientos antes y después de su muerte. Estos reconocimientos fueron:

–-En Italia, año 1846, Caballero de primera clase de la Orden del Mérito bajo el título de San Luis del Ducado de Lucca.

 —En España, año 1847, Comendador de la Orden Real y Americana de Isabel la Católica.

—En Francia, año 1873, condecoración de Caballero de la Orden Real de la Legión de Honor.

—En París, año 1883, se inauguró un monumento en su nombre donde aparece con uno de sus inmortales personajes, el mosquetero D´Artagnan.



Autor de una obra “Titánica”



Entre la ingente obra literaria a nombre de Alejandro Dumas existen más de 1200 obras: 646 novelas y muchos relatos de temas variados además de relatos de fantasía y terror. Me ha gustado mucho conocer a este otro Dumas paciente y extraordinario de los cuentos, el Dumas que, a mi parecer, escribe de maravilla y que, con una representación clásica y romántica, sus historias inducen a la reflexión, hacen meditar sobre ciertos asuntos y tienen más o menos miga incluso en su brevedad.



Los tres relatos de hoy



Los dos primeros se podrían adscribir a lo que decía antes,  parecen fábulas. Claro, que se titula intencionadamente Deseo y Posesión. Ahí está todo dicho.

El otro cuento es un inteligente juego que se aprovecha de la broma del Silbato mágico, y así como una moraleja al final de una fábula nos recuerda que, reyes o pastores, todos somos humanos, y que no hay que juzgar a nadie por sus títulos y apariencia, pues hasta los reyes besan el culo de los asnos por no perder su reputación. Que no hay que menospreciar a nadie por su labor o estatus, que aquí queda bien demostrado que hay pastores muy listos y encima tienen silbato para llevarse a todas las liebres.

El tercer relato es un cuento de terror,  un género que Dumas cultivó bastante. Las tumbas de Saint-Denis es uno de los más aclamados y no diré más para no romper la intriga.

Os invito a leer, a conocer mejor a Alejandro Dumas (padre) con enlaces a la biografía, audiocuentos y alguna cosilla más. Por cierto, a mí me encanta  El hombre de la máscara de hierro, que también fue obra de Dumas y forma parte de un conjunto de novelas históricas. Esta historia, basada en hechos reale, aún se encuentra rodeada de incógnitas. 

El video de presentación del film en youtube.






Deseo y posesión

Alejandro Dumas 



Una mariposa reunía en sus alas de ópalo la más dulce armonía de colores: blanco, rosa y azul.

Como un rayo de sol iba revoloteando de flor en flor, y, cual flor voladora, subía y bajaba, jugando por encima de la verde pradera.

Un niño que intentaba dar sus primeros pasos por el césped tornasolado la vio y, de repente, se sintió invadido por el deseo de atrapar aquel insecto de vivos colores. Pero la mariposa estaba acostumbrada a este tipo de deseos. Había visto cómo generaciones enteras se quedaban sin fuerzas persiguiéndola. Revoloteó delante del niño y fue a posarse a dos pasos de él; y, cuando el niño, ralentizando sus pasos y conteniendo la respiración, extendía la mano para cogerla, la mariposa alzaba el vuelo y recomenzaba su viaje desigual y deslumbrante.

El niño no se cansaba; el niño lo intentaba una y otra vez.Tras cada tentativa abortada, el deseo de poseerla, en vez de apagarse, crecía en su corazón, y, con paso cada vez más rápido, con la mirada cada vez más ardiente, el niño salía corriendo detrás de la linda mariposa.

El pobre niño había corrido sin mirar atrás; de manera que, cuando hubo corrido un buen rato, ya estaba muy lejos de su madre.

Del valle fresco y florido, la mariposa pasó a una llanura árida y poblada de zarzas.

El niño la siguió hasta esa llanura.Y aunque la distancia ya era larga y la carrera rápida, el niño, que no se sentía cansado, no paraba de perseguir a la mariposa, que se posaba cada diez pasos, en un matorral, en un arbusto o en una sencilla flor silvestre y sin nombre, y siempre alzaba el vuelo en el momento en que el muchacho creía tenerla ya, porque, mientras la perseguía, el niño se había transformado en muchacho. Con el invencible deseo de la juventud, con su indefinible necesidad de posesión, no dejaba de perseguir al brillante espejismo.

De vez en cuando, la mariposa se detenía como para burlarse del muchacho, introducía voluptuosamente su trompa en el cáliz de las flores y batía amorosamente las alas. Pero en el momento en que el muchacho se aproximaba, jadeando de esperanza, la mariposa se abandonaba a la brisa, y la brisa se la llevaba, ligera como un perfume.

Así pasaron, en esa persecución insensata, minutos y más minutos, horas y más horas, días y más días, años y más años, y el insecto y el hombre llegaron a la cima de una montaña que no era otra cosa que el punto culminante de la vida.

Persiguiendo a la mariposa, el adolescente se había hecho hombre.

Allí, el hombre se detuvo un instante para considerar si sería mejor volver atrás, pues la vertiente de la montaña que le quedaba por bajar le parecía muy árida.

Abajo, en la falda de la montaña, al contrario del otro lado donde, en encantadores parterres, ricos vergeles y verdes parques crecían flores perfumadas, plantas raras y árboles cargados de fruta; en la falda de la montaña, decíamos, se extendía un gran espacio cuadrado cercado por muros, al cual se entraba por una puerta abierta ininterrumpidamente, y donde no crecían más que piedras, unas tendidas en el suelo, las otras erguidas.

Pero la mariposa se puso a revolotear, más deslumbrante que nunca ante los ojos del hombre y tomó la dirección del recinto cerrado, siguiendo la pendiente de la montaña.

Y, ¡cosa extraña!, aunque aquella carrera tan larga tenía que haber fatigado al viejo, porque, por su pelo canoso, se podía reconocer como tal al insensato corredor, su paso, a medida que avanzaba, se hacía más rápido; solo se podía explicar por el declive de la montaña. La mariposa se mantenía siempre a la misma distancia sólo que, como las flores habían desaparecido, el insecto se posaba en cardos espinosos o en desnudas ramas de árboles.

El viejo, jadeando, no paraba de perseguirla.

Al final, la mariposa pasó por encima de los muros del triste recinto y el viejo la siguió entrando por la puerta. Pero apenas había dado unos pasos cuando, mirando a la mariposa, que parecía fundirse en la atmósfera grisácea, chocó con una piedra y cayó.

Tres veces intentó levantarse y tres veces volvió a caer.

Y, no pudiendo correr ya más detrás de su quimera, se contentó con tenderle los brazos. Entonces la mariposa pareció apiadarse de él y, aunque había perdido sus colores más vivos, se puso a revolotear por encima de su cabeza. Tal vez no eran las alas del insecto las que habían perdido sus vivos colores; tal vez eran los ojos del viejo los que se habían debilitado.

Los círculos descritos por la mariposa se fueron haciendo más y más estrechos, y al final se fue a posar sobre la pálida frente del moribundo. En un último esfuerzo, éste levantó el brazo y con la mano tocó, por fin, la punta de las alas de aquella mariposa, objeto de tantos deseos y tantas fatigas; pero ¡qué desilusión!, se dio cuenta de que aquello que había estado persiguiendo no era una mariposa, sino un rayo de sol. Y su brazo cayó frío y sin fuerzas, y su último suspiro hizo estremecer la atmósfera que pesaba sobre aquel camposanto...

Y, pese a todo, poeta, persigue, persigue tu desenfrenado deseo de ideal; procura alcanzar, atravesando infinitos dolores, ese fantasma de mil colores que huye incesantemente delante de ti, aunque se te rompa el corazón, aunque se te apague la vida, aunque exhales el último suspiro en el momento en que lo roces con la mano.


***



El silbato encantado


Había una vez un rey muy rico y poderoso que tenía una hija muy hermosa. Cuando la princesa llegó a la edad de casarse, se ordenó mediante un edicto proclamado a son de trompa y pegado en todas las paredes que quienes tuvieran intenciones de desposarla se reuniesen en una vasta pradera. Allí la princesa arrojaría al aire una manzana de oro, y quien lograra apoderarse de ella no tendría más que resolver tres problemas, tras lo cual se convertiría en esposo de la princesa y, por consiguiente, en el heredero del trono, puesto que el rey no tenía hijos.

El día fijado se celebró la reunión; la princesa arrojó la manzana al aire, pero los tres primeros que la cogieron no habían hecho sino la tarea más fácil, y ninguno de los tres trató siquiera de emprender lo que quedaba por hacer. Finalmente, la manzana lanzada por cuarta vez por la princesa cayó en manos de un joven pastor, que era el más hermoso pero también el más pobre de todos los pretendientes.

El primer problema, mucho más difícil de resolver que un problema de matemáticas, era el siguiente: El rey había hecho encerrar en una cuadra cien liebres; quien consiguiera llevarlas a pacer en la pradera donde tenía lugar la reunión y, habiéndolas conducido por la mañana, las devolviera todas por la noche, habría resuelto el primer problema.

Cuando al joven pastor le fue hecha esta proposición, pidió un día para reflexionar; al día siguiente respondería afirmativa o negativamente. La petición le pareció tan justa al rey que le fue concedida. Inmediatamente se encaminó al bosque para allí meditar a su gusto sobre los medios que debía emplear para tener éxito. Seguía lentamente y con la cabeza gacha un estrecho sendero a orillas de un riachuelo cuando, en aquel mismo sendero, encontró a una viejecita de cabellos completamente blancos, pero de mirada todavía viva, que le preguntó la causa de su tristeza.

Mas el joven pastor respondió moviendo la cabeza.

—¡Ay!, nadie puede ayudarme, y sin embargo, tengo deseos de casarme con la hija del rey.

—No desesperes tan pronto -respondió la viejecita-; cuéntame lo que te apena, y quizá yo pueda librarte del apuro.

Nuestro pastor tenía el corazón tan apesadumbrado que no se hizo rogar mucho y le contó todo.

—¿Y sólo es eso? -preguntó la viejecita-; en tal caso haces mal en deprimirte.


Y sacó de su bolsillo un silbato de marfil y se lo dio.


Aquel silbato se parecía a todos los silbatos; por eso el pastor, pensando que, sin duda, había alguna forma particular de utilizarlo, se volvió hacia la viejecita para hacerle algunas preguntas, pero ella ya había desaparecido, mas, lleno de confianza en aquella a la que consideraba un genio bueno, fue al día siguiente al palacio y le dijo al rey: Acepto, señor, y vengo en busca de las liebres para llevarlas a pastar a la pradera.


Entonces el rey se levantó y dijo a su ministro del Interior:

—Haz salir todas las liebres de la cuadra.

El joven pastor se puso en el umbral de la puerta para contarlas; pero la primera estaba ya muy lejos cuando la última fue puesta en libertad; de modo que cuando el pastor llegó a la pradera no había ni una sola liebre junto a él.

Se sentó pensativo, sin atreverse a creer en la virtud de su silbato.

Pero, sin embargo, tenía que recurrir a este último recurso; por eso lo apoyó en sus labios y sopló en él con todas sus fuerzas.

El silbato emitió un sonido agudo y prolongado.

Al punto, para gran asombro suyo, de la derecha, de la izquierda, de delante, de atrás, de todas partes en fin, acudieron las cien liebres, que se pusieron a pastar tranquilamente a su alrededor.

Fueron a anunciar al rey lo que ocurría, y cómo el joven pastor iba a resolver probablemente el problema de las cien liebres.

El rey se lo contó a su hija.

Los dos se sintieron muy contrariados, porque si el joven pastor triunfaba en los otros dos problemas como sin duda iba hacerlo en el primero, la princesa se convertiría en mujer de un simple patán, que era lo más humillante que le podía ocurrir al orgullo real.

—Está bien -dijo la princesa a su padre-, pensad por vuestro lado; yo voy a pensar por el mío.

La princesa volvió a sus habitaciones, se disfrazó de forma irreconocible, tras lo cual hizo traer un caballo, montó en él y se dirigió en busca del joven pastor.


Las cien liebres caracoleaban alegremente a su alrededor.

—¿Queréis venderme una de vuestras liebres? -preguntó la joven princesa.

—No os vendería una de mis liebres por todo el oro del mundo -respondió el pastor-, pero podéis ganaros una.

—¿A qué precio? -preguntó la princesa.

—Descendiendo de vuestro caballo, sentándoos sobre el césped y pasando un cuarto de hora conmigo.

La princesa puso algunas dificultades, pero como no había otro medio para obtener la liebre, echó pie a tierra y se sentó junto al joven pastor.

Al cabo de un cuarto de hora, durante el cual el joven pastor le dijo mil cosas tiernas, ella se levantó exigiendo su liebre, y, fiel a su promesa, el joven pastor se la dio.

La princesa la encerró contenta en un cesto atado al arzón de su silla y emprendió el camino de palacio.

Pero apenas hubo hecho un cuarto de legua cuando el pastor acercó el silbato a sus labios y sopló, y a este ruido que la llamaba imperiosamente, la liebre levantó la tapa del cesto, saltó al suelo y echó a correr.

Un instante después, el pastor vio venir hacia él a un campesino montado sobre un asno, era el viejo rey que también se había disfrazado y que había salido de su palacio con el mismo objetivo que su hija.

Un gran saco colgaba de la albarda de su asno.

—¿Quieres venderme una de tus liebres? -le preguntó al pastor.

—Mis liebres no están en venta -dijo el pastor-; hay que ganarlas.

—¿Y qué hay que hacer para ganar una? El pastor pensó un instante.

—Tenéis que besar tres veces el trasero de vuestro asno -dijo.

Esta extravagante condición repugnaba mucho al anciano rey, que no quería someterse a ella de buenas a primeras.

Ofreció incluso cincuenta mil francos por una de las liebres, pero el pastor se mantuvo en sus trece.

Finalmente el rey, que quería por encima de todo su liebre, pasó por la condición impuesta, por humillante que fuera para un rey.

Besó tres veces el trasero de su asno, muy asombrado éste de que un rey le hiciera semejante honor, y el pastor, fiel a su promesa, le dio la liebre pedida con tanta insistencia.

El rey metió la liebre en su saco y partió a galope tendido en su asno.

Pero apenas había recorrido un cuarto de legua, cuando se dejó oír el toque de un silbato, y a este toque la liebre arañó de forma que hizo un agujero en el saco y huyó.

—¿Y bien? -preguntó la princesa al rey viéndole volver a palacio.

—¿Qué puedo deciros, hija mía? -respondió el rey-.

Es un muchacho muy obstinado, que no ha querido venderme una liebre a ningún precio.

Pero estad tranquila, no saldrá de las otras pruebas tan fácilmente como de ésta.

Por supuesto, el rey no habló para nada de la condición con cuya ayuda había tenido por un instante su liebre, como tampoco la princesa había hablado de la suya.

—Me ha pasado exactamente lo mismo -dijo la princesa-, no he podido conseguir ni una de sus liebres por oro ni por plata.

Por la noche, el pastor volvió con sus liebres; las contó delante del rey; no había ni una de más ni una de menos; fueron entregadas al ministro del Interior que las hizo meter en su cuadra.


El rey dijo entonces:

—La primera prueba está resuelta. Ahora se trata de triunfar en la segunda. Presta mucha atención,

joven.

El pastor prestó oídos.

—Tengo ahí arriba, en mi granero -continuó el rey-, cien medidas de guisantes y cien medidas de lentejas; lentejas y guisantes están mezclados unos con otros; si consigues, durante esta noche, separarlos sin luz, habrás resuelto el segundo problema.

—Lo haré -respondió el pastor.

Y el rey llamó a su ministro del Interior que le condujo al granero, le encerró allí y entregó la llave al rey.

Como ya era de noche y para semejante tarea no había tiempo que perder, el pastor cogió su silbato y silbó.

Al punto acudieron cinco mil hormigas que se pusieron a remover las lentejas y los guisantes hasta separarlos en dos montones.

Al día siguiente, con gran asombro, el rey vio que el trabajo estaba realizado; hubiera querido poner dificultades, pero no había la menor objeción que hacer.

Tras las dos primeras victorias, tenía pues que contar con una posibilidad cada vez más dudosa de que el pastor sucumbiera en la tercera prueba.

Sin embargo, como era la más difícil de todas, el rey no desesperó.

—Ahora se trata -le dijo- de que vayas a la caída de la noche a la panadería de palacio y comas en una noche el pan cocido para toda la semana; si mañana por la mañana no queda ni una sola miga, estaré contento contigo y te casarás con mi hija.

Aquella misma noche el joven pastor fue conducido a la panadería, que estaba tan llena que sólo quedaba un pequeño hueco vacío junto a la puerta.

Pero a medianoche, cuando todo estuvo tranquilo en palacio, el pastor cogió su silbato y silbó.

Inmediatamente acudieron diez mil ratones que se pusieron a roer el pan de tal forma que al día siguiente no quedaba ni una sola miga.

Entonces el joven golpeó con todas sus fuerzas en la puerta, gritando: -Abrid de prisa, por favor; tengo hambre.

La tercera prueba, por tanto, se había pasado victoriosamente como las otras dos.

Sin embargo, el rey trató de buscarle las vueltas.

Se hizo traer un saco conteniendo seis medidas de trigo y, tras haber reunido a un buen número de sus cortesanos, le dijo:

—Cuéntanos tantas mentiras como puedan caber en este saco, y cuando el saco esté lleno tendrás a mi hija.

Entonces el pastor contó todas las mentiras que pudo recordar; pero estaba a la mitad de la jornada, sus mentiras se le acababan y al saco le faltaba mucho para estar lleno.

—Pues bien -continuó-, mientras estaba guardando mis liebres, la princesa vino en mi busca disfrazada de campesina, y para conseguir una de mis liebres, me permitió robarle un beso.

La princesa, que al no sospechar lo que el pastor iba a decir no había podido cerrarle la boca, se puso roja como una cereza, por lo que el rey empezó a creer que la mentira del joven pastor bien podría ser verdad.

—El saco todavía no está lleno -exclamó el rey-, aunque acabas de dejar caer en él una mentira bien gorda, continúa.

El pastor saludó y prosiguió:

—Un instante después de que la princesa se hubiera marchado, vi a Su Majestad disfrazado de campesino y montado sobre un asno.

También venía para comprarme una liebre; pero cuando me di cuenta de que tenía gran deseo de ella, figuraos que obligué al rey a…

—¡Basta, basta! -exclamó el rey-, el saco está lleno.

Ocho días después, el joven pastor se casó con la princesa.




Las tumbas de Saint-Denis

Relato de Los mil y un fantasmas,  (1849)


En 1793, había sido nombrado director del Museo de Monumentos franceses y, como tal, estuve presente en la exhumación de los cadáveres de la abadía de Saint-Denis cuyo nombre había sido cambiado por los patriotas ilustrados por el de Franciade. Cuarenta años después, puedo contarles las cosas extrañas que acompañaron a aquella profanación. El odio que habían logrado inspirarle al pueblo en contra del rey Luis XVI, y que la guillotina del día 21 de enero no había podido saciar, había retrocedido hasta los reyes de su dinastía: quisieron perseguir a la monarquía hasta en su origen, a los monarcas hasta en su tumba, lanzar al viento las cenizas de sesenta reyes. Además es posible también que tuvieran curiosidad por comprobar si los grandes tesoros que decían estaban encerrados en algunas de aquellas tumbas se habían conservado tan intactos como pretendían.


El pueblo se abalanzó pues sobre Saint-Denis. Del 6 al 8 de agosto destruyó cincuenta y una tumbas, la historia de doce siglos. Entonces, el gobierno resolvió regularizar aquel desorden, excavar por su cuenta las tumbas y heredar de la monarquía a la que acababa de golpear en la persona de Luis XVI, su último representante. Pues se trataba de aniquilar hasta el nombre, hasta el recuerdo, hasta los huesos de los reyes; se trataba de borrar de la historia catorce siglos de monarquía. Pobres locos los que no comprenden que los hombres pueden a veces cambiar el futuro... pero jamás el pasado. Habían preparado en el cementerio una gran fosa común según el modelo de las de los pobres. En aquella fosa, y sobre un lecho de cal, debían ser arrojados, como a un basurero, los huesos de los que habían hecho de Francia la primera de las naciones, desde Dagoberto hasta Luis XV. Así se daría satisfacción al pueblo, pero sobre todo se daría placer a los legisladores, a los abogados, a los periodistas envidiosos, aves de rapiña de las revoluciones, cuyo ojo queda herido por cualquier esplendor, como el ojo de sus hermanas, las aves nocturnas, es herido por cualquier tipo de luz. El orgullo de los que no pueden edificar es destruir.


Fui nombrado inspector de las excavaciones; era para mí una posibilidad de salvar gran cantidad de cosas valiosas, y acepté.


El sábado 21 de octubre, mientras se instruía el proceso de la reina, mandé abrir la cripta de los Borbones, al lado de las capillas subterráneas y empecé por sacar el ataúd de Enrique IV, asesinado el 14 de mayo de 1610, a la edad de cincuenta y siete años. Su estatua del Pont-Neuf, obra maestra de Jean de Bologne y de su discípulo, había sido fundida para hacer monedas de perra gorda. El cuerpo de Enrique IV estaba maravillosamente conservado; las facciones, perfectamente reconocibles, eran sin duda las que el amor del pueblo y el pincel de Rubens han consagrado. Cuando lo vieron salir de la tumba y mostrarse a la luz en su sudario, bien conservado como él, la emoción fue grande, y poco faltó para que el grito de «¡Viva Enrique IV!», tan popular en Francia, no brotara instintivamente bajo las bóvedas de la iglesia.


Cuando vi aquellas muestras de respeto, yo diría incluso de amor, mandé colocar el cuerpo de pie, apoyado sobre una de las columnas del coro, y así cada cual pudo acercarse a contemplarlo. Estaba vestido, como en vida, con su jubón de terciopelo negro, sobre el que destacaban la gola y las puñetas blancas; calzas de terciopelo semejante al del jubón, medias de seda del mismo color, y zapatos de terciopelo. Sus hermosos cabellos canosos seguían formando una aureola alrededor de la cabeza, su bella barba blanca le caía sobre el pecho. Entonces comenzó una inmensa procesión como la que se organiza para honrar las reliquias de un santo: unas mujeres venían a tocar las manos del buen rey, otras besaban la orla de su capa, otras obligaban a sus hijos a ponerse de rodillas susurrando en voz baja: «¡Ah! si él viviera, el pueblo no sería tan desgraciado» Y habrían podido añadir: «Ni tan feroz», pues lo que origina la ferocidad del pueblo es la infelicidad.


La procesión se prolongó durante las jornadas del sábado 12 de octubre, del domingo 13 y del lunes 14. El lunes las excavaciones se reanudaron después del almuerzo de los obreros, es decir, hacia las tres de la tarde. El primer cadáver que salió a la luz después del de Enrique IV fue el de su hijo, Luis XIII. Estaba bien conservado y, aunque las facciones estaban hundidas, se le podía reconocer aún por el bigote. Luego salió el de Luis XIV, reconocible por los rasgos que han hecho de su cara la máscara típica de los Borbones, sólo que estaba negro como la tinta. Luego salieron sucesivamente los de María de Médicis, segunda esposa de Enrique IV; de Ana de Austria, esposa de Luis XIII; de María Teresa, infanta de España y esposa de Luis XIV; y del gran Delfín. Todos aquellos cuerpos estaban putrefactos. Sólo el del gran Delfín estaba en putrefacción líquida.


El martes 15 de octubre las exhumaciones continuaron. El cadáver de Enrique IV seguía estando allí de pie sobre la columna, asistiendo impasible a aquel amplio sacrilegio que se cometía a la vez con sus predecesores y con su descendencia.


El miércoles 16, justo en el momento en que se le cortaba la cabeza a la reina María Antonieta en la Plaza de la Revolución, es decir, a las once de la mañana, se sacaba de la cripta de los Borbones el ataúd del rey Luis XV. Estaba, según la antigua costumbre del ceremonial de Francia, situado a la entrada de la cripta esperando a su sucesor, que no iría a reunirse con él. Lo cogieron, lo trasladaron y sólo lo abrieron en el cementerio, al borde de la fosa. Cuando se sacó el cuerpo del ataúd de plomo, bien envuelto en paños y vendas, parecía entero y bien conservado; pero una vez que se le retiró lo que le envolvía, no ofrecía sino la imagen de la más repugnante putrefacción y se desprendía de él un hedor tan infecto, que todos huyeron, y hubo que quemar varias libras de pólvora para purificar el ambiente. Arrojaron de inmediato a la fosa lo que quedaba del héroe del Parc-aux-Cerfs, del amante de Madame de Châteauroux, de Madame de Pompadour y de Madame du Barry, y caídas sobre un lecho de cal viva, se recubrieron además con más cal aquellas inmundas reliquias.


Me había quedado el último para quemar la pólvora y arrojar la cal cuando oí un gran ruido en la iglesia; entré rápidamente y vi a un obrero que se debatía en medio de un grupo de compañeros, mientras las mujeres le enseñaban el puño y lo amenazaban. El miserable había abandonado su penoso trabajo para ir a contemplar un espectáculo más triste aún, la ejecución de María Antonieta; y luego, embriagado por los gritos que había lanzado y había oído lanzar, por el espectáculo de la sangre que había visto derramar, había vuelto a Saint-Denis y, acercándose a Enrique IV, apoyado sobre su pilar y rodeado aún de curiosos, yo diría incluso de devotos, le espetó: «¿Con qué derecho sigues ahí de pie, cuando se corta la cabeza de los reyes en la Plaza de la Revolución?». Y, simultáneamente, agarrando la barba con la mano izquierda, que había arrancado, con la derecha daba una bofetada al cadáver real. El cadáver había caído al suelo produciendo un ruido seco semejante al de un saco de huesos que se hubiera dejado caer


De inmediato, un grito resonó por todas partes. A cualquier otro rey, se podría haber arriesgado a hacerle un ultraje semejante, pero un ultraje a Enrique IV, el rey del pueblo, era casi un ultraje al pueblo mismo. El obrero sacrílego corría pues el mayor peligro cuando acudí en su ayuda. Tan pronto como vio que podía encontrar apoyo en mí, se puso bajo mi protección. Pero, mientras lo protegía, quise dejarlo bajo el peso del acto infame que había cometido.


-Muchachos, -dije a los obreros- dejad a este miserable; aquel a quien ha insultado se encuentra en buena posición allá arriba como para obtener de Dios su castigo.


Luego, cogiendo la barba que le había arrancado al cadáver y que aún tenía en la mano izquierda, lo expulsé de la iglesia, anunciándole que ya no formaba parte de los obreros a mis órdenes. Los abucheos y amenazas de sus compañeros lo acompañaron hasta la calle.


Temiendo que se produjeran nuevos ultrajes a Enrique IV, ordené que fuera transportado a la fosa común; pero hasta llegar allí, el cadáver fue acompañado de muestras de respeto. En lugar de ser arrojado, como los demás, al osario real, fue bajado, depositado suavemente y acostado en una de las esquinas; luego una capa de tierra, en lugar de la capa de cal, fue piadosamente extendida sobre él.

Una vez terminada la jornada, los obreros se retiraron y sólo quedó el guarda; era un buen hombre que yo había colocado allí por miedo a que por la noche entraran en la iglesia, bien para realizar nuevas mutilaciones, bien para operar nuevos robos; aquel guarda dormía de día y vigilaba de siete de la tarde a siete de la mañana. Pasaba la noche de pie, paseándose para calentarse, o sentado junto a una hoguera encendida junto a uno de los pilares más próximos a la puerta


En la basílica todo presentaba la imagen de la muerte, y la devastación convertía esa imagen de la muerte en algo más terrible aún. Las tumbas estaban abiertas y las lápidas apoyadas sobre los muros; las estatuas rotas cubrían las losas de la iglesia; aquí y allá, ataúdes forzados habían devuelto los muertos de los que creían no tener que dar cuenta sino el día del Juicio Final. En fin, todo abocaba al espíritu humano, si era elevado, a la meditación; y si era débil, al terror.


Afortunadamente, el guarda no era un espíritu sino una materia organizada. Contemplaba todos aquellos restos como si hubiera contemplado un bosque talado o un campo segado, y sólo se preocupaba de contar las horas de la noche en la monótona voz del reloj, único objeto vivo aún en la basílica desolada.


Cuando dieron las doce y la última campanada resonaba aún en las oscuras profundidades de la iglesia, oyó grandes gritos provenientes del lado del cementerio. Aquellos gritos eran llamadas, quejas prolongadas, dolorosos lamentos. Tras el primer momento de sorpresa, se armó con un piocha y se dirigió hacia la puerta que comunicaba la iglesia y el cementerio; y, una vez abierta aquella puerta, reconociendo claramente que los gritos procedían de la fosa de los reyes, no se atrevió a ir más allá, volvió a cerrar la puerta, y corrió a despertarme al hotel en el que me alojaba.


Yo me negué en un primer momento a creer en la existencia de aquellos gritos saliendo de la fosa real; pero como me alojaba justamente enfrente de la iglesia, el guarda abrió mi ventana y, en medio del silencio turbado sólo por el ruido sordo de la brisa invernal, me pareció oír efectivamente largos lamentos que me parecieron que no eran sólo el lamento del viento. Me levanté y acompañé al guarda hasta la iglesia. Cuando llegamos allá, y una vez que cerramos la cancela detrás de nosotros, oí más claramente las quejas de las que me había hablado. Era tanto más fácil distinguir de dónde provenían los lamentos, cuanto que la puerta del cementerio, mal cerrada por el guarda, se había vuelto a abrir cuando él se marchó. Era pues, efectivamente, del cementerio de donde venían los lamentos.


Encendimos dos antorchas y nos dirigimos hacia la puerta; pero por tres veces, al acercarnos a la puerta, la corriente de aire que se establecía entre el exterior y el interior, las apagó. Comprendí que era algo similar a los estrechos difíciles de franquear, y que una vez que estuviéramos en el cementerio, la dificultad disminuiría. Mandé encender un farol además de las antorchas. Las antorchas se apagaron, pero el farol aguantó. Franqueamos el estrecho y, una vez en el cementerio, volvimos a encender las antorchas, que el viento respetó. No obstante, a medida que nos acercábamos, los lamentos habían ido apagándose y en el momento en que llegamos al borde de la fosa, habían desaparecido prácticamente. Pasamos las antorchas por encima de la ancha abertura y, en medio de los esqueletos, sobre la capa de cal y tierra agujereada por ellos, vimos algo informe que se debatía. Aquel algo se parecía a un hombre.


-¿Qué le pasa y qué desea? -pregunté a aquella especie de sombra.

-¡Ay! -murmuró- soy el miserable obrero que abofeteó a Enrique IV.

-Pero ¿cómo es que te encuentras ahí? -pregunté.

-Sáqueme primero de aquí, señor Lenoir, porque me estoy muriendo; luego lo sabrá todo.


Desde el momento en que el guarda de los muertos estuvo convencido de que tenía que vérselas con un vivo, el terror que antes se había apoderado de él, desapareció; había levantado una escalera que se encontraba sobre la hierba del cementerio, y manteniendo de pie la escalera, esperaba mis órdenes. Le ordené que introdujera la escalera en la fosa, e invité al obrero a subir. Se arrastró, efectivamente, hasta el pie de la escalera; pero, una vez llegado allí, cuando quiso ponerse de pie y subir los peldaños, se dio cuenta de que tenía una pierna y un brazo rotos. Le lanzamos una soga con un nudo corredizo; la pasó por debajo de los brazos. Yo sujeté al otro extremo la soga entre mis manos; el guarda bajó unos cuantos escalones y, gracias a aquella doble ayuda, conseguimos sacar a aquel vivo de la compañía de los muertos.


Apenas estuvo fuera de la fosa, se desmayó. Lo transportamos junto al fuego; lo acostamos sobre un lecho de paja, luego envié al guarda a buscar un médico. El guarda volvió con un médico antes de que el herido hubiera recuperado el conocimiento, y sólo abrió los ojos durante la cura. Cuando ésta estuvo concluida, le di las gracias al médico y, como quería saber por qué extraña circunstancia se encontraba el profanador dentro de la fosa real, despedí también al guarda. Éste no pedía nada mejor que ir a acostarse después de las emociones de una noche semejante, y me quedé a solas con el obrero. Me senté sobre una piedra cerca de la paja en la que estaba acostado y frente a la hoguera, cuyas llamas temblorosas iluminaban la parte de la iglesia en la que nos encontrábamos, dejando todas las profundidades en una oscuridad tanto más densa, cuanto que la parte en la que estábamos estaba muy iluminada. Interrogué al herido, y esto es lo que me contó:


Su despido lo había inquietado poco. Tenía dinero en el bolsillo y hasta entonces había visto que con dinero no falta de nada. Por lo que había ido a sentarse en una taberna. En la taberna, había empezado a atacar una botella, pero al tercer vaso había visto entrar al dueño.


-¿Acabamos pronto? -había preguntado éste.

-¿Y eso por qué? -había contestado el obrero.

-Porque he oído decir que eras tú el que había abofeteado a Enrique IV.

-¡Pues sí, soy yo! -dijo insolentemente el obrero- ¿Qué pasa?

-Pasa que yo no quiero darle de beber a un mal tipo como tú, que atraerá la mala suerte sobre mi casa.

-Tu casa, tu casa es la casa de todo el mundo y desde el momento en que uno paga, está en su casa.

-Sí, pero tú no pagarás.

-¿Y eso por qué?

-Porque yo no quiero tu dinero. Por lo tanto, como no pagarás no estarás en tu casa sino en la mía; y como estarás en mi casa, yo tendré derecho a ponerte en la calle.

-Sí, si eres el más fuerte.

-Si no soy el más fuerte, llamaré a mis muchachos.

-¡Ah, bien! llámalos, para que veamos.


El tabernero había llamado; tres chicos, avisados por anticipado, habían entrado al oír su llamada, cada uno con un bastón en la mano, y aunque tuviera ganas de resistir, el obrero se había visto obligado a marcharse sin decir palabra.


Entonces había salido, había errado un rato por la ciudad y, a la hora de la cena, había entrado en el figón en el que los obreros acostumbraban a comer. Acababa de tomarse la sopa cuando los obreros que habían terminado la jornada de trabajo entraron. Al verlo, se detuvieron en el umbral y, llamando al figonero, le dijeron que si aquel hombre seguía comiendo en su establecimiento, ellos dejarían de venir desde el primero hasta el último. El figonero preguntó qué había hecho aquel hombre para ser víctima de la reprobación general. Le dijeron que era el hombre que había abofeteado a Enrique IV.

-Entonces, ¡sal de aquí! -dijo el figonero dirigiéndose a él- ¡y que lo que te acabas de comer te sirva de veneno!


Había menos posibilidades de resistir en el figón que en la taberna. El obrero maldito se levantó amenazando a sus compañeros, que se apartaban para dejarlo pasar, no por las amenazas que había proferido, sino por la profanación que había cometido. Salió con rabia en el corazón, erró una parte de la noche por las calles de Saint-Denis, jurando y blasfemando. Luego, hacia las diez de la noche, se dirigió hacia su pensión. En contra de la costumbre de la casa, las puertas estaban cerradas. Llamó a la puerta. El hospedero se asomó a una ventana. Como la noche era oscura, no pudo reconocer al que llamaba.


-¿Quién es? -preguntó.

El obrero dijo su nombre.

-¡Ah! -dijo el hospedero- tú eres el que ha abofeteado a Enrique IV; espera.

-¡Qué! ¿qué hay que esperar? -dijo impaciente.

Al instante, un paquete cayó a sus pies.

-¿Qué es esto? -preguntó el obrero.

-Todo lo tuyo que hay aquí.

-¡Cómo! Todo lo mío que hay aquí.

-Sí, puedes ir a dormir adonde quieras; no tengo ganas de que se me caiga la casa encima.

El obrero, furioso, cogió un adoquín y lo lanzó contra la puerta.


-Espera -dijo el hospedero- voy a despertar a tus compañeros, y vamos a ver.

El obrero comprendió que no podía esperar nada bueno. Se marchó y como encontró una puerta abierta a unos cien pasos de allí, entró y se acostó en un hangar. En el hangar había paja; se acostó sobre la paja y se quedó dormido. A las doce menos cuarto, le pareció que alguien le tocaba en un hombro. Se despertó, y vio ante él una forma blanca que tenía el aspecto de una mujer, y que le hacía señas para que la siguiera. Creyó que era una de esas desgraciadas que tienen siempre una cama y placer que ofrecer a quien puede pagar ambas cosas; y, como tenía dinero, como prefería pasar la noche a cubierto y acostado en una cama, antes que pasarla en un hangar acostado sobre paja, se levantó y siguió a la mujer.


La mujer bordeó primero las casas del lateral izquierdo de la calle Mayor, luego cruzó la calle y se introdujo en una calleja a la derecha, haciéndole constantemente señas al obrero para que la siguiera. Éste, acostumbrado a aquel trajín nocturno, conociendo por experiencia las callejas en las que normalmente viven las mujeres del tipo de la que seguía, no puso ninguna dificultad, y se introdujo en la calleja. La calleja desembocaba en el campo; pensó que aquella mujer vivía en alguna casa aislada, y la seguía. Al cabo de cien pasos, pasaron por un portillo; pero, de repente, al levantar la vista, vio ante él la antigua abadía de Saint-Denis, con su gigantesco campanario y las ventanas ligeramente tintadas por la hoguera interior junto a la cual velaba el guarda. Buscó a la mujer, pero ésta había desaparecido. Se encontraba en el cementerio. Quiso volver a salir por el portillo. Pero en el portillo, sombrío, amenazador, con un brazo tendido hacia él, le pareció ver el espectro de Enrique IV.


El espectro dio un paso hacia delante, el obrero un paso hacia atrás. Al cuarto o quinto paso, la tierra le faltó bajo los pies y cayó de espaldas en la fosa. Entonces, creyó ver erguirse a su alrededor todos aquellos reyes, predecesores y descendientes de Enrique IV; creyó que levantaban sobre él unos sus cetros, otros sus manos de justicia, deseándole desgracia al sacrílego. Entonces, le pareció que al contacto con aquellas manos de justicia y aquellos cetros, pesados como el plomo y ardientes como el fuego, sus miembros se rompían uno tras otro. Fue en aquel momento cuando sonaron las doce y cuando el guarda oyó sus lamentos.


Hice cuanto pude por tranquilizar a aquel desgraciado; pero había perdido la razón, y después de un delirio de tres días murió pidiendo clemencia.


-Perdón, -dijo el doctor- pero no comprendo muy bien la consecuencia de su relato. El accidente de su obrero prueba que, con la cabeza preocupada por lo que le había ocurrido durante la jornada, bien en estado de vigilia, bien en estado de sonambulismo, se había puesto a errar por la noche; caminando, había entrado en el cementerio y mirando hacia arriba en lugar de hacia sus pies, había caído en la fosa donde, naturalmente, al caer se había roto un brazo y una pierna. Pero usted ha hablado de una predicción que se ha cumplido y yo no veo en esto ni la más mínima predicción.


-Espere, doctor -dijo el caballero- la historia que acabo de contar y que, usted tiene razón, no es sino un hecho, conduce directamente a la predicción de la que voy a hablarle, y que es un misterio.


Ésta es la predicción: hacia el 20 de enero de 1794, después de la demolición del panteón de Francisco I, se abrió el sepulcro de la condesa de Flandes, hija de Felipe el Largo. Aquellas dos tumbas eran las últimas que quedaban por excavar: todos los esqueletos estaban en el osario. Una última sepultura permanecía sin identificar: la del cardenal de Metz que, según decían, había sido enterrado en Saint-Denis. Todas las criptas habían sido cerradas más o menos, la de los Valois, la de los Carlos. Sólo faltaba la cripta de los Borbones que debíamos cerrar al día siguiente.


El guarda pasaba su última noche en la iglesia y como ya no había nada que guardar en ella, se le dio permiso para que durmiera, y él aprovechó el permiso. A medianoche, lo despertaron el sonido del órgano y unos cantos religiosos. Se despertó, se frotó los ojos y volvió la cabeza hacia el coro, es decir, hacia el lugar de donde provenían los cantos. Entonces vio con sorpresa que la sillería del coro estaba ocupaba por los religiosos de Saint-Denis; vio un arzobispo que oficiaba en el altar; vio la capilla ardiente encendida; y bajo la capilla ardiente encendida, el gran paño mortuorio dorado que, normalmente, sólo cubre el cuerpo de los reyes. En el momento en el que se despertaba, la misa había concluido y empezaba el ceremonial del entierro.


El cetro, la corona y la mano de justicia, colocados sobre cojines de terciopelo rojo, eran entregados a los heraldos que los presentaban a tres príncipes, que los cogían. Inmediatamente se adelantaron, más deslizándose que andando y sin que el ruido de sus pasos despertara el menor eco en la sala, los nobles de la Cámara que cogieron el cuerpo y lo trasladaron a la cripta de los Borbones, la única que permanecía abierta, pues las otras habían sido cerradas de nuevo.


Entonces el rey de armas descendió y cuando estuvo abajo, gritó a los demás heraldos que bajaran y cumplieran con su misión. Los heraldos era cinco. Desde el fondo de la cripta, el rey de armas llamó al primer heraldo, que descendió llevando las espuelas; luego al segundo, que descendió llevando los guanteletes; luego al tercero, que descendió llevando el escudo; luego al cuarto, que descendió llevando el almete; luego al quinto, que descendió llevando la cota de mallas. Luego llamó al primer lacayo, que trajo el pendón; al escudero mayor, que trajo la espada real; al primer chambelán, que trajo el estandarte de Francia; al gran maestre, ante el que pasaron todos los maestresala arrojado sus bastones blancos a la cripta y saludando a los tres príncipes que sostenían la corona, el cetro y la mano de justicia, a medida que iban desfilando; luego a los tres príncipes que depositaron a su vez el cetro, la mano de justicia y la corona.


Entonces, el rey de armas gritó en voz alta y por tres veces: «El rey ha muerto. ¡Viva el rey! - El rey ha muerto. ¡Viva el rey! - El rey ha muerto. ¡Viva el rey!». Un heraldo, que había permanecido en el coro, repitió el triple grito. Finalmente, el gran maestre rompió su baqueta como símbolo de que la casa real había acabado, y que los oficiales del rey podían establecerse. Entonces sonaron las trompetas y el órgano se despertó. Luego, mientras las trompetas iban sonando cada vez más suavemente, mientras el órgano gemía cada vez más bajo, las luces de los cirios palidecieron los cuerpos de los asistentes desaparecieron y, tras el último lamento del órgano y el último sonido de la trompeta, todo desapareció.


A la mañana siguiente, el guarda, llorando, contó el entierro real que había visto, y al que el pobre hombre había asistido solo; prediciendo que las tumbas destrozadas serían restauradas y que, pese a los decretos de la Convención y al trabajo de la guillotina, Francia volvería a ver una nueva monarquía y Saint-Denis a nuevos reyes. Esta predicción le valió la cárcel y casi la guillotina al pobre diablo que, treinta años después, es decir, el 20 de septiembre de 1824, detrás de la misma columna junto a la que había tenido su visión, me decía tirándome del faldón de mi levita:


-Y bien, señor Lenoir, cuando le dije que nuestros pobres reyes volverían algún día a Saint-Denis, ¿me equivocaba?


Efectivamente, aquel día se procedía al entierro de Luis XVIII con el mismo ceremonial que el guarda de las tumbas había visto realizar treinta años antes.


 Los Mil y un Fantasmas (1849)



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