La Duquesa y el Joyero
Publicado en1938
Virginia Woolf
(1882-1941)
Oliver
Bacon vivía en lo alto de una casa junto a Green Park. Tenía un
departamento; las sillas estaban colocadas de manera que el asiento
quedaba perfectamente orientado, sillas forradas en piel. Los sofás
llenaban los miradores de las ventanas, sofás forrados con
tapicería. Las ventanas, tres alargadas ventanas, estaban
debidamente provistas de discretos visillos y cortinas de satén. El
aparador de caoba ocupaba un discreto espacio, y contenía los
brandys, los whiskys y los licores que debía contener. Y, desde la
ventana central, Oliver Bacon contemplaba las relucientes techumbres
de los elegantes automóviles que atestaban los atestados vericuetos
de Piccadilly.
Difícilmente
podía imaginarse una posición más céntrica. Y a las ocho de la
mañana le servían el desayuno en bandeja; se lo servía un criado;
el criado desplegaba la bata carmesí de Oliver Bacon; él abría las
cartas con sus largas y puntiagudas uñas, y extraía gruesas
cartulinas blancas de invitación, en las que sobresalían de manera
destacada los nombres de duquesas, condesas, vizcondesas y honorables
damas. Después Oliver Bacon se aseaba; después se comía las
tostadas; después leía el periódico a la brillante luz de la
electricidad.
Dirigiéndose
a sí mismo, decía: «Hay que ver, Oliver… Tú que comenzaste a
vivir en una sucia calleja, tú que… », y bajaba la vista a sus
piernas, tan elegantes, enfundadas en los perfectos pantalones, y a
sus botas, y a sus polainas. Todo era elegante, reluciente, del mejor
paño, cortado por las mejores tijeras de Savile Row. Pero a menudo
Oliver Bacon se desmantelaba
y
volvía a ser un muchacho en una oscura calleja. En cierta ocasión
pensó en la cumbre de sus ambiciones: vender perros robados a
elegantes señoras en Whitechapel. Y lo hizo. «Oh, Oliver», gimió
su madre. «¡Oh, Oliver! ¿Cuándo sentarás cabeza?»… Después
Oliver se puso detrás de un mostrador; vendió relojes baratos;
después transportó una cartera de bolsillo a Amsterdam… Al
recordarlo, solía reír por lo bajo… el viejo Oliver evocando al
joven Oliver. Sí, hizo un buen negocio con los tres diamantes, y
también hubo la comisión de la esmeralda. Después de esto, pasó
al despacho privado, en la trastienda de Hatton Garden; el despacho
con la balanza, la caja fuerte, las gruesas lupas. Y después… y
después… Rió por lo bajo. Cuando Oliver pasaba por entre los
grupitos de joyeros, en los cálidos atardeceres, que hablaban de
precios, de minas de oro, de diamantes y de informes de África
del Sur, siempre había alguno que se ponía un dedo sobre la parte
lateral de la nariz y murmuraba «hum-m-m», cuando Oliver pasaba. No
era más que un murmullo, no era más que un golpecito en el hombro, que
un dedo en la nariz, que un zumbido que recorría los grupitos de
joyeros en Hatton Garden, un cálido atardecer ¡Hacía muchos años…
! Pero Oliver todavía lo sentía recorriéndole el espinazo, todavía
sentía el codazo, el murmullo que significaba:
«Mírenlo
-el joven Oliver, el joven joyero- ahí va.» Y realmente era joven
entonces. Y comenzó a vestir mejor y mejor; y tuvo, primero, un
cabriolé; después un automóvil; y primero fue a platea y después
a palco. Y tenía una villa en Richmond, junto al río, con rosales
de rosas rojas; y Mademoiselle solía cortar una rosa todas las
mañanas, y se la ponía en el ojal, a Oliver.
—Vaya
-dijo Oliver, mientras se ponía en pie y estiraba las piernas-.
Vaya…
Y
quedó en pie bajo el retrato de una vieja señora, encima de la
chimenea, y levantó las manos.
—He
cumplido mi palabra -dijo juntando las palmas de las manos, como
si rindiera homenaje a la señora-. He ganado la apuesta.
Y
no mentía; era el joyero más rico de Inglaterra; pero su nariz,
larga y flexible, como la trompa de un elefante, parecía decir
mediante el curioso temblor de las aletas (aunque se tenía la
impresión de que la nariz entera temblara, y no sólo las aletas)
que todavía no estaba satisfecho, todavía olía algo, bajo la
tierra, un poco más allá. Imaginemos a un gigantesco cerdo en un
terreno fecundo en trufas; después de desenterrar esta trufa y
aquella otra, todavía huele otra mayor, más negra, bajo la tierra,
un poco más allá. De igual manera, Oliver siempre husmeaba en la
rica tierra de Mayfair otra trufa, más negra, más grande, un poco
más allá.
Ahora
rectificó la posición de la perla de la corbata, se enfundó en su
elegante abrigo azul, y cogió los guantes amarillos y el bastón.
Balanceándose, bajó la escalera, y en el momento de salir a
Piccadilly, medio resopló, medio suspiró, por su larga y aguda
nariz. Ya que, ¿acaso no era todavía un hombre triste, un hombre
insatisfecho, un hombre que busca algo oculto, a pesar de que había
ganado la apuesta?
Siempre
se balanceaba un poco al caminar, igual que el camello del zoológico
se balancea a uno y otro lado, cuando camina por entre los senderos
de asfalto, atestados de tenderos acompañados por sus esposas, que
comen el contenido de bolsas de papel y arrojan al sendero
porcioncillas de papel de plata.
El
camello desprecia a los tenderos; el camello no está contento de su
suerte; el camello ve el lago azul, y la orla de palmeras a su
alrededor. De igual manera el gran joyero, el más grande joyero del
mundo entero, avanzaba balanceándose por Piccadilly, perfectamente
vestido, con sus guantes, con su bastón, pero todavía descontento,
hasta que llegó a la oscura tiendecilla que era famosa en Francia,
en Alemania, en Austria, en Italia,
y en toda América: la oscura tiendecilla en la Calle Bond.
Como
de costumbre, cruzó la tienda sin decir palabra, a pesar de que los
cuatro hombres, los dos mayores, Marshall y Spencer, y los dos
jóvenes, Hammond y Wicks, se irguieron y le miraron, con envidia.
Sólo por el medio de agitar un dedo, enfundado en guante de color de
ámbar, dio Oliver a entender que se había dado cuenta de la
presencia de los cuatro. Y entró y cerró tras sí la puerta de su
despacho privado. A continuación, abrió la cerradura de las rejas
que protegían la ventana. Entraron los gritos de la Calle Bond;
entró el distante murmullo del tránsito. La luz reflejada en la
parte trasera de la tienda se proyectaba hacia lo alto. Un árbol
agitó seis hojas verdes, porque corría el mes de junio. Pero
Mademoiselle se había casado con el señor Pedder, de la destilería
de la localidad, y ahora nadie le ponía a Oliver rosas en el ojal.
—Vaya
-medio suspiró, medio resopló- vaya…
Entonces
oprimió un resorte en la pared, y los paneles de madera resbalaron
lentamente a un lado, revelando, detrás, las cajas fuertes de acero,
cinco, no, seis, todas ellas de bruñido acero. Dio la vuelta a una
llave; abrió una; luego otra. Todas ellas estaban forradas con
grueso terciopelo carmesí, y en todas
reposaban
joyas: pulseras, collares, anillos, tiaras, coronas ducales, piedras
sueltas en cajitas de cristal, rubíes, esmeraldas, perlas,
diamantes. Todas seguras, relucientes, frías pero ardiendo,
eternamente, con su propia luz comprimida.
—¡Lágrimas!
-dijo Oliver contemplando las perlas. -¡Sangre del corazón! -dijo
mirando los rubíes. -¡Pólvora! -prosiguió, revolviendo los
diamantes de manera que lanzaron destellos y llamas.
—Pólvora
suficiente para volar Mayfair hasta las nubes, y más arriba, más
arriba, más arriba-. Y lo dijo echando la cabeza atrás y emitiendo
sonidos como los del relincho del caballo.
El
teléfono emitió un zumbido de untuosa cortesía, en voz baja, en
sordina, sobre la mesa. Oliver cerró la caja de caudales.
—Dentro
de diez minutos -dijo-. Ni un minuto antes.
Se
sentó detrás del escritorio y contempló las cabezas de los
emperadores romanos grabadas en los gemelos de la camisa.
Una
vez más se desmanteló y otra vez volvió a ser el muchachuelo que
jugaba a canicas, en la calleja donde se venden perros robados, los
domingos. Se transformó en aquel voluntarioso y astuto muchacho con
labios rojos como cerezas húmedas.
Metía
los dedos en montones de tripa; los hundía en sartenes llenas de
pescado frito; escabulléndose salía y penetraba en multitudes. Era
flaco, ágil, con ojos como piedras pulidas. Y ahora… ahora… las
saetas del reloj seguían avanzando al son del tic-tac, uno, dos,
tres, cuatro… La duquesa de Lambourne esperaba por el placer de
Oliver; la duquesa de Lambourne, hija
de
cien vizcondes. Esperaría durante diez minutos, en una silla junto
al mostrador. Esperaría, por placer de Oliver. Esperaría hasta que
Oliver quisiera recibirla. Oliver contemplaba el reloj alojado en su
caja forrada de cuero. La saeta avanzaba.
Con
cada uno de sus tic-tacs, el reloj entregaba a Oliver -esto parecía-
paté de foie gras, una copa de champaña, otra de brandy viejo, un
cigarro que valía una guinea. El reloj lo iba dejando todo sobre la
mesa, a su lado, mientras transcurrían los diez minutos. Entonces
oyó suaves y lentos pasos acercándose; un rumor en el pasillo. Se
abrió la puerta. El señor Hammond quedó
pegado a la pared.
El
señor Hammond anunció:
—¡Su
gracia, la Duquesa!
Y
esperó allí, pegado a la pared.
Y
Oliver, al ponerse en pie, oyó el rumor del vestido de la Duquesa
que se acercaba por el pasillo. Después la Duquesa se cernió sobre
él, ocupando el vano de la puerta por entero, llenando el cuarto con
el aroma, el prestigio, la arrogancia, la pompa, el orgullo de todos
los duques y de todas las duquesas, alzados en una sola ola. Y, de la
misma forma que rompe una ola, la Duquesa rompió, al
sentarse, avanzando y salpicando, cayendo sobre Oliver Bacon, el gran
joyero, y cubriéndolo de vivos y destellantes colores, verde,
rosado, violeta; y de olores; y de iridiscencias; centellas saltaban
de los dedos, se desprendían de las plumas, rebrillaban en la seda;
ya que la Duquesa era muy corpulenta, muy gorda, prietamente
enfundada en tafetán de
color de rosa, y pasada ya la flor de la edad. De la misma manera que
una sombrilla con muchas varillas, que un pavo real con muchas
plumas, cierra las varillas, pliega las plumas, la Duquesa se
apaciguó, se replegó, en el momento de hundirse en el sillón de
cuero.
—Buenos
días, señor Bacon -dijo la Duquesa. Y alargó la mano que había
salido por el corte rectilíneo de su blanco guante. Y Oliver se
inclinó profundamente al estrechar la mano. En el instante en que
sus manos se tocaron volvió a formarse una vez más el vínculo que
les unía. Eran amigos, y, al mismo tiempo, enemigos; él era amo,
ella era ama; cada cual engañaba al otro, cada cual necesitaba al
otro, cada cual temía al otro, cada cual sabía lo anterior, y se
daba cuenta de ello siempre que sus manos se tocaban, en el cuartito
de la trastienda, con la blanca luz fuera, y el árbol con sus seis
hojas, y el sonido de la calle a lo lejos, y las cajas fuertes a
espaldas de los dos.
—Ah,
Duquesa, ¿en qué puedo servirla hoy? -dijo Oliver en voz baja.
La
Duquesa le abrió su corazón, su corazón privado, de par en par. Y,
con un suspiro, aunque sin palabras, extrajo del bolso una alargada
bolsa de cuero, que parecía un flaco hurón amarillo. Y por la
apertura de la barriga del hurón, la Duquesa dejó caer perlas, diez
perlas. Rodando cayeron por la apertura
de
la barriga del hurón -una, dos, tres, cuatro-, como huevos de un
pájaro celestial.
—Son
cuanto me queda, mi querido señor Bacon -gimió la Duquesa-. Cinco,
seis, siete… rodando cayeron por las pendientes de las vastas
montañas cuyas laderas se hundían entre las rodillas de la Duquesa,
hasta llegar a un estrecho valle, la octava, la nona, y la décima. Y
allí quedaron, en el resplandor del tafetán del color de la flor
del melocotón. Diez perlas.
—Del
cinto de los Appleby -dijo dolida la Duquesa-. Las últimas…
Cuantas quedaban…
Oliver
se inclinó y cogió una perla entre índice y pulgar. Era redonda,
era reluciente. Pero, ¿era auténtica o falsa? ¿Volvía la Duquesa
a mentirle? ¿Sería capaz de hacerlo otra vez?
La
Duquesa se llevó un dedo rollizo a los labios.
—Si
el Duque lo supiera… -murmuró-. Querido señor Bacon, una racha de
mala suerte…
¿Había
vuelto a jugar, realmente?
—¡Ese
villano! ¡Ese sinvergüenza! -dijo la Duquesa entre dientes.
¿El
hombre con el pómulo partido? Mal bicho, ciertamente. Y el Duque,
que era recto como una vara, con sus patillas, la dejaría sin un
céntimo, la encerraría allá abajo… Qué sé yo, pensó Oliver, y
dirigió una mirada a la caja de caudales.
—Araminta,
Daphne, Diana -gimió la Duquesa-. Es para ellas.
Las
damas Araminta, Daphne y Diana, las hijas de la Duquesa. Oliver las
conocía; las adoraba. Pero Diana era aquella a la que amaba.
—Sabe
usted todos mis secretos -dijo la Duquesa mirando de soslayo a
Oliver. Lágrimas resbalaron; lágrimas cayeron; lágrimas como
diamantes, que se cubrieron de polvo en las veredas de las mejillas
de la Duquesa, del color de la flor del cerezo.
—Viejo
amigo -murmuró la Duquesa- viejo amigo.
—Viejo
amigo -repitió Oliver- viejo amigo-, como si lamiera las palabras.
—¿Cuánto?
-preguntó Oliver.
La
Duquesa cubrió las perlas con la mano.
—Veinte
mil -murmuró la Duquesa.
Pero,
¿era auténtica o falsa, aquella perla que Oliver tenía en la
mano? El cinto de los Appleby, ¿pero es que no lo había vendido ya
la Duquesa? Llamaría a Spencer o a Hammond.
—Tenga
y haga la prueba de autenticidad -diría Oliver. Se inclinó hacia
el timbre.
—¿Vendrá
mañana? -preguntó la Duquesa en tono de encarecida invitación,
interrumpiendo así a Oliver-. El Primer Ministro… Su Alteza Real…
-La Duquesa se calló-. Y Diana… -añadió.
Oliver
alejó la mano del timbre.
Miró
por encima del hombro de la Duquesa las paredes traseras de las casas
de la Calle Bond. Pero no vio las casas de la Calle Bond, sino un río
turbulento, y truchas y salmones saltando, y el Primer Ministro, y
también se vio a sí mismo con chaleco blanco, y luego vio a
Diana. Bajó la vista a la perla que tenía en la mano. ¿Cómo iba a
someterla a prueba, a la luz del río, a la luz de los ojos de Diana?
Pero los ojos de la Duquesa lo estaban mirando.
—Veinte
mil -gimió la Duquesa-. ¡Es mi honor!
¡El
honor de la madre de Diana! Oliver cogió el talonario; sacó la
pluma.
—Veinte…
-escribió. Entonces dejó de escribir. Los ojos de la vieja mujer
retratada lo estaban mirando, los ojos de aquella vieja que era su
madre.
—¡Oliver!
-le decía su madre-. ¡Un poco de sentido común! ¡No seas loco!
—¡Oliver!
-suplicó la Duquesa (ahora era Oliver y no señor Bacon)-. ¿Vendrá
a pasar un largo final de semana?
¡A
solas en el bosque con Diana! ¡Cabalgando a solas en el bosque con
Diana!
—Mil
-escribió, y firmó el talón.
—Tenga
-dijo Oliver.
Y
se abrieron todas las varillas de la sombrilla, todas las plumas del
pavo real, el resplandor de la ola, las espadas y las lanzas de
Agincourt, cuando la Duquesa se levantó del sillón. Y los dos
viejos y los dos jóvenes, Spencer y Marshall, Wicks y Hammond, se
pegaron a la pared, detrás del mostrador, envidiando a Oliver,
mientras éste acompañaba a la Duquesa, a través de
la
tienda, hasta la puerta. Y Oliver agitó su guante amarillo ante las
narices de los cuatro, y la Duquesa conservó su honor -un talón de
veinte mil libras, con la firma de Oliver- firmemente en sus manos.
—¿Son
auténticas o son falsas? -preguntó Oliver, cerrando la puerta
de su despacho privado.
Allí
estaban las diez perlas sobre el papel secante, en el escritorio. Fue
con ellas a la ventana. Con la lupa las miró a la luz… ¡Aquella
era la trufa que había extraído de la tierra! Podrida por dentro…
—Perdóname,
madre -suspiró Oliver, levantando la mano, como si pidiera perdón a
la vieja retratada. Y, una vez más, fue un chicuelo en la calleja en
donde vendían perros robados los domingos.
—Porque
-murmuró juntando las palmas de las manos- será un fin de semana
largo.
FIN
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