León Tolstoi (Rusia, 1828-1910)
Hoy tenemos con el cuento nada menos que al gran Tolstoi ¿y qué diréis que viene a contar?, mejor que lo descubráis por vosotros mismos. Espero seguir recopilando relatos de este gran escritor ruso y que todos disfrutemos de la lectura y aprendamos de lo mucho que aquellos escritores del pasado tienen que enseñarnos. Por si tras leer el relato queréis saber más, aquí os dejo enlaces a tutiplen.
¡Y ahora, a sorprenderse y disfrutar con la lectura!
DEMASIADO CARO
Existe
un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre
Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes,
menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan pequeña
que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en
cambio, tienen un auténtico reyecito, con su palacio, sus
cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército. Este es poco
numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un
ejército. El reyecito tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese
reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol. Y
existe la decapitación.
Aunque se bebe y se fuma, el reyecito no
tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios, ni
podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese recurso
se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. La
gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene
beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecito. Las paga, porque no
queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes
las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de
diez años, las prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba
un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su
dinero y, a veces, incluso el de los demás. Luego,
en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los
alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego;
pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecito de Mónaco: por eso
sólo allí queda una ruleta. Desde entonces, todos los aficionados
al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el beneficio es para el
rey. Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse
palacios. El reyecito de Mónaco sabe que eso no está bien, pero
¿qué hacer? Es necesario vivir. No es mejor mantenerse de los
impuestos sobre el alcohol o el tabaco. Así es como vive ese
reyecito. Reina, amasa dinero y gobierna desde su palacio lo mismo
que los grandes reyes. Lo mismo que ellos, se corona, organiza
desfiles y paradas, concede recompensas, ajusticia, indulta, celebra
consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes. La
única diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.
Una vez, hace
cosa de cinco años, hubo un crimen en el reino. El pueblo de Mónaco
es pacífico; allí
nunca había sucedido tal cosa. Se reunieron los jueces para juzgar
al asesino. En el tribunal había jueces, fiscales, abogados y
jurados. Después de juzgarlo, lo condenaron según la ley a la
última pena: la decapitación. Presentaron la sentencia al rey. Este
la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al criminal. La
única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo.
Después de pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al
Gobierno francés, preguntándole si podía mandarles la máquina y
el verdugo para cortar la cabeza al criminal. Al mismo tiempo,
pidieron que los informase, a ser posible, de los gastos que esto
supondría. Al cabo de una semana recibieron la contestación: podían
enviar la máquina y el verdugo: los gastos ascendían a dieciséis
mil francos. Se lo comunicaron al reyecito. Éste meditó largo rato.
¡Dieciséis mil francos! ¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se
podría arreglar el asunto más económicamente?
Para
obtener esa cantidad, todos los habitantes del reino tendrían que
pagar dos francos de impuesto. Les parecería mucho. Podrían
sublevarse.
Celebraron
consejo. ¿Cómo solucionar el problema? Se les ocurrió preguntar lo
mismo al rey de Italia. Francia es una República, no respeta a los
reyes; en cambio, como en Italia hay un rey, tal vez les
cobraría
menos. Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El gobierno
italiano les decía que con mucho gusto mandaría la máquina y el
verdugo. El total de los gastos, con el viaje incluido, ascendería a
doce mil francos. Era más barato, pero no dejaba de ser una cantidad
elevada. Aquel canalla no valía
tanto dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de
impuesto.
Volvió a reunirse el Consejo. Pensaron en la manera de
arreglar esto de una manera más económica. Quizá algún soldado
quisiera cortar la cabeza al criminal de un modo rudimentario.
Llamaron al general.
–¿No
habrá algún soldado que quiera decapitar al asesino? Sea como sea,
cuando van a la guerra matan y eso es lo que se les enseña.
El
general habló con sus soldados. ¿Quería alguno cortar la cabeza al
criminal? Todos se negaron. “No, no sabemos hacer esto; no lo hemos
aprendido”, dijeron.
¿Qué
hacer? Meditaron mucho, nombraron un comité, una Comisión y una
Subcomisión. Por fin hallaron el medio de arreglar el asunto. Había
que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua. De este
modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría
menos gasto. El reyecito se mostró de acuerdo; y resolvieron adoptar
esa solución. La única desgracia era que no hubiese una prisión
especial donde encerrar al criminal para toda la vida. Había
pequeños calabozos en los que se encerraba temporalmente a los
culpables; pero se carecía de una buena prisión. Finalmente,
encontraron un lugar. Encerraron al criminal y le pusieron un
guardián. Éste vigilaba al delincuente y le traía la comida de la
cocina de palacio. Así transcurrieron doce meses.
A fin de año, el
reyecito hizo el balance de los gastos y de los ingresos. Y se dio
cuenta de que el criminal constituía un gasto bastante considerable.
En un año había ascendido a seiscientos francos su comida y el
sueldo del guardián. El criminal era joven y sano; tal vez viviera
aún cincuenta años. No era posible seguir así. El reyecito llamó
a sus ministros:
–Busquen
el medio de que este canalla nos cueste menos dinero. Así nos
resulta demasiado caro –les dijo.
Los ministros se reunieron en
Consejo y meditaron largo rato. Uno de ellos concluyó:
–Señores,
creo que hay que suprimir al
guardián.
–El
criminal se escaparía –le
replicó
otro.
–Si
se escapa, ¡al diablo!
Informaron
al rey. Éste se mostró de acuerdo. Suprimieron al guardián y
esperaron a ver qué pasaba.
Al llegar la hora de comer el criminal buscó al guardián; al no
encontrarlo, se dirigió en persona a la cocina de palacio en
solicitud de la comida. Cogió lo que le dieron, volvió a la prisión
y cerró la puerta tras de sí. Salía a buscar la comida, pero no se
escapaba. ¿Qué hacer? Pensaron que debían decirle que no se le
necesitaba para nada, que podía irse. El ministro de Justicia lo
llamó.
–¿Por
qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede marcharse libremente: al
rey no le parecerá mal.
–Pero
yo no tengo adónde ir. ¿Dónde quiere que vaya? Me han cubierto de
oprobio con la sentencia; ahora nadie querrá tratarme. Me he
apartado de todo. Ustedes proceden injustamente conmigo. Eso no se
puede hacer. En primer lugar, si me han condenado a muerte, tenían
que haberme matado. Aunque no lo han hecho, no he protestado. En
segundo lugar me condenaron a cadena perpetua y me pusieron un
guardián para que me trajera la comida; pero no han tardado en
quitármelo. Tampoco he protestado. He ido a buscarme la comida
personalmente. Ahora me dicen que me vaya; pero esta vez, arréglense
como quieran; no pienso irme –replicó el criminal.
De
nuevo celebraron Consejo. ¿Qué hacer? ¿Qué solución tomar? El
criminal no se iba. Después de pensarlo mucho, decidieron asignarle
una pensión. Era la única manera de librarse de él. Informaron al
reyecito.
–¡Qué
le hemos de hacer! Hay que terminar como sea –dijo éste. Asignaron
al criminal una pensión de seiscientos francos y así se lo
comunicaron.
–Bueno;
si me pagan puntualmente, me iré.
Así se decidió la cosa.
Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por
adelantado. Este se despidió de todos y abandonó el dominio del
reyecito. Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril. Se instaló
cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un
jardín y vive muy feliz. En fechas determinadas, va a Mónaco a
percibir su pensión. Después de cobrar, entra en la casa de juego y
pone dos o tres francos. Algunas veces gana; otras pierde y vuelve a
su casa. Vive apaciblemente. Menos mal que no delinquió en un lugar
donde no se repara en gastos para decapitar a un hombre ni para
mantenerlo en la cárcel toda la vida.
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