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Bécquer: el encantador del tiempo








BÉCQUER:
EL ENCANTADOR DEL TIEMPO


Hoy se cumplen ciento ochenta años de su nacimiento, y me doy cuenta de que a lo largo del tiempo se ha deformado la realidad y que a nosotros nos han llegado sólo algunos tintes de la obra artística del escritor, unos más bien preservados que otros según las modas o preferencias del momento, porque Bécquer, recordado como poeta, famoso por sus Rimas, es sin embargo, casi desconocido en su faceta de escritor en prosa. Ahora mismo, recordando los libros con los que aprendíamos en la escuela, -concretamente los de texto de Lenguaje y Literatura Española-, no recuerdo haber visto jamás ninguno de los artículos periodísticos que Bécquer escribió para El Contemporáneo, -periódico de Madrid del que fue asiduo colaborador-, ni tampoco vi en ellos ningún pasaje de sus «Leyendas», ni de sus «Cartas literarias a una mujer», o de sus «Cartas desde mi celda», lecturas que hubieran sido de gran interés para nosotros en edades un poco más avanzadas, tanto o más que sus poemas, especialmente porque en la prosa de Bécquer es donde se encuentra al auténtico Bécquer, al hombre moderno que perfectamente podría parecer de éste tiempo, y que nos habla con gran riqueza expresiva y perfecta narrativa, que casi dialoga con nosotros y desnuda sus pensamientos en voz alta.

Pero hablando de la poesía de Bécquer…
... con gran facilidad puedo rescatar de mi memoria aquellos juegos de palabras tan musicales, tan simples y armónicos, que me obligaron a aprender y a recitar de carrerilla mis profesores cuando tenía ocho, nueve, diez, once años… ¿y quién no habrá aprendido de memoria algunas Rimas de Bécquer y quien no las habrá recitado a esas edades en la escuela y quien no habrá hecho chistes con ellas y qué niño no las habrá escrito en un papel a una niña de clase o a una amiga para declararle su amor?

<<Volverán las oscuras golondrinas… tu pupila es azul… ¿qué es poesía? (…) poesía… ¡eres tú!>>



Si una de aquellas rimas permaneció más de la cuenta en mi memoria y sigue cantándose sola es precisamente la que para mí siempre fue la más hermosa, la 

Rima del Arpa:

Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
¡Ay!-pensé-. ¡Cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: «¡Levántate y anda!»


Grandes poetas posteriores consideraron a Bécquer como figura fundacional de una nueva forma de hacer poesía y le rindieron homenaje como fundador, padre de lo que abrió puertas a la modernidad: en cierto modo, fueron sus sucesores, Dámaso Alonso, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre, Rubén Darío, Alberti, Lorca, o los hermanos Machado. Ellos levantarían sus propios cimientos sobre esa «estética del sentimiento» de la que Bécquer, junto a Rosalía de Castro, -no la olvidemos- ejercieron.
Antonio Machado se refería así a la lírica de Bécquer en un pasaje de su apócrifo Juan de Mairena:
«La poesía de Bécquer, tan clara y transparente, donde todo parece escrito para ser entendido, tiene su encanto, sin embargo, al margen de la lógica. Es palabra en el tiempo, el tiempo psíquico irreversible, en el cual nada se interfiere ni se deduce.(…)
¿Un sevillano Bécquer? Sí; pero a la manera de Velázquez, enjaulador, encantador del tiempo. (...)»


Encantador del tiempo...
Ese es el don del auténtico poeta: la capacidad para atrapar los sentimientos en palabras y encerrarlos en un lugar atemporal que, -como decía Machado-, no responde ni habla otra cosa que no sea la voz interior. Ésta rebeldía de Bécquer constituyó uno de los
mayores cambios en la corriente Romántica que, en su época, se imponía.




Se dice de los líricos románticos que son inspirados, que vuelcan todo aquello cuanto sienten en sus poemas consiguiendo instantes brillantes, destellos de auténtica sinceridad, pero a expensas de rozar la trivialidad, y, por humano, lo demasiado común, algunas veces desafinan con una oratoria excesiva que proclama el sentimiento íntimo personal ante la vida y antepone la emoción al racionalismo, punto fuerte de la corriente del Realismo que pronto acabaría con ellos a mediados de siglo XIX con novelistas como Balzac, Stendhal, Flaubert o Zola en Francia: Dickens en Inglaterra, Dostoievski o Tostoi en Rusia... pero también el Realismo en España daría grandes figuras literarias con Valera, Galdós, Clarín, Blasco Ibáñez o Emilia Pardo Bazán, aunque caería en un pozo en lo que a producción poética se refiere. Porque en la segunda mitad de mil ochocientos surgieron poetas de falsas posturas románticas, poco idealistas y nada sensibles a los impulsos líricos. Fueron poetas de salón, burgueses, funcionarios y políticos que añadieron su quehacer literario a su prestigio social como si aquel fuera un adorno más de sus atavíos y nombramientos: el grandilocuente Núñez de Arce, el trivial don Ramón de Campoamor… por eso tienen tanto interés en nuestra historia las figuras de Bécquer, -clave del Romanticismo español-, y cómo no, la de Rosalía de Castro, porque, como suele decirse, nadaron contracorriente y su originalidad acabó premiándose, aunque fuera después de su muerte.
Como siempre le hemos visto como poeta, resulta que Bécquer nos sorprende como escritor en prosa. Posee una gran creatividad, es ingenioso, sincero, divertido, locuaz de mil maneras. En «Cartas desde mi celda» engancha desde el primer momento su amena y detallista forma de narrar autobiográficamente sus vivencias. Nos cuenta lo que sucedió a lo largo del viaje que realizó al monasterio de Veruela, y en su estancia allí, donde fue con su hermano para tratarse de la tuberculosis de la que ya estaba muy enfermo. Nos divierte con los personajes que le acompañan en su viaje en tren de Madrid a Tudela, nos relata los pormenores de circular en un tren de los de aquella época, o en un carruaje de caballos para ir de Tudela a Tarazona, donde comparte asiento y merienda con un clérigo y su ama , un estudiante, un empleado de poco sueldo, una muchacha y su madre, un militar de reemplazo, y un simpático, -pero pesado-, hombre de mediana edad, regidor aragonés en un ayuntamiento cercano a Zaragoza, y nos lo cuenta tan bien que casi nos hace creer que estamos allí.
Sucede lo mismo a leer sus «Leyendas», historias cortas envueltas en supersticiones y viejos cuentos, enclavadas en lugares misteriosos donde se escenifican magistralmente el terror y el relato gótico en lengua española como nunca antes se habían visto. Las Leyendas son veintiocho narraciones que recuperan historias antiguas, aunque la imaginación de Bécquer es el mayor aporte a todas ellas. En las descripciones de las Leyendas siempre hay un gran amor por la naturaleza y el paisaje, sobre todo el castellano, que por su austeridad y rudeza, a Bécquer le parecía el más idóneo para situar aquellos misterios nocturnos y para poner en ellos a sus criaturas.
Y para terminar, diré que Bécquer no tuvo una vida de cuento, sino más bien difícil y precaria. Él y su hermano Valeriano quedaron huérfanos siendo niños. Su padre había sido un buen pintor, y ellos heredaron la vocación pictórica, aunque al fin fue Valeriano quien se dedicó profesionalmente a la pintura. Ambos tenían buenas dotes para el dibujo, y además de los cuadros de Valeriano, de su padre y tío, también se han conservado algunas colecciones de láminas de Gustavo Adolfo. Se pueden ver en este enlace.




El tío paterno de Bécquer, que tenía un estudio de pintura y en cierto modo acogió como maestro a los dos hermanos, le diagnosticó un futuro ciertamente negro a Bécquer al decirle: «tú no serás nunca un buen pintor, sino un mal literato». Aún así, le pagó unos estudios de latín. De allí, el poeta marchó a la capital, Madrid, con el deseo de triunfar en la Literatura, cosa que nunca sucedió. Allí se enamoró de una mujer que no le correspondía
 -Julia Espín- y que al parecer, fue la musa inspiradora de muchos de sus poemas. Más tarde conoció a Casta Esteban, con la que se casó y tuvo tres hijos. En 1863 sufrió una grave recaída y marchó al monasterio de Veruela, a los pies del Moncayo, en compañía de su inseparable hermano, para recuperarse de la tuberculosis que le mataría a los 34 años de edad. En aquel remanso de paz fue donde escribió «Cartas desde mi celda», una serie de cartas que dirigía a sus amigos del periódico El Contemporáneo, de las que extraigo unos párrafos que expresan la última esencia de Bécquer y que creo pueden servir como ejemplo de su delicada y experta prosa:





FOTO: La cruz negra de Veruela, donde cuenta el propio Bécquer en "Cartas desde mi celda" que se sentaba en sus escalones a leer o esperar el correo que le traía el periódico de Madrid: "El Contemporáneo", que él aguardaba y recibía con gran interés, pues era donde publicaba sus artículos y estas cartas a sus amigos.

ENLACE PARA CONOCER EL MONASTERIO DEL ROMÁNICO ARAGONÉS:
http://www.romanicoaragones.com/4-Cinco Villas/990509-Veruela.htm

CARTAS DESDE MI CELDA

Gustavo Adolfo Bécquer

Cuando yo tenía catorce o quince años y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límite que es la más preciada joya de la juventud; cuando yo me juzgaba poeta, cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja, en sus silvas a las flores; Herrera, en sus tiernas elegías, y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al océano escapándose de un ánfora de cristal, coronado de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles, en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para cantar y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación: soñaba que la ciudad que me vio nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos, y cuando la muerte pusiese un término a mi existencia, me colocasen, para dormir el sueño de oro de la inmortalidad, a la orilla del Betis, al que yo habría cantado en odas magníficas… una piedra blanca con una cruz y mi nombre serían todo el monumento...(…) los insectos de oro con alas de luz, cuyo zumbido convida a dormir en la calurosa siesta, vendrían a revolotear en torno de sus cálices; para leer mi nombre, ya borroso por la acción de la humedad y los años, sería preciso descorrer un cortinaje de verdura. Pero, ¿para qué leer mi nombre? ¿quién no sabría que yo descansaba allí?
(…) En la tarde, y a la hora en que las aguas del Guadalquivir copian temblando el horizonte de fuego, la árabe torre y los muros romanos de mi hermosa ciudad, los que siguen la corriente del río en un ligero bote que deja en pos una inquieta línea de oro, dirían, al ver aquel rincón de verdura, donde la piedra blanqueaba al pie de los árboles:
«Allí duerme el poeta».


Imágen extraída de dominio público

(…) Así soñaba yo en aquella época. ¡A tanto y a tan poco se limitaban entonces mis deseos!
(…) ¡Cuántas tempestades silenciosas no han pasado por mi frente, cuántas ilusiones no se han secado en mi alma, a cuántas historias de poesía no las he hallado una repugnante vulgaridad en el último capítulo! (…) Las palabras amor, gloria, poesía, no me suenan ya al oído como me sonaban antes. ¡Vivir!… Seguramente que deseo vivir, porque la vida, tomándola tal como es, sin exageraciones ni engaños, no es tan mala como dicen algunos; pero vivir oscuro y dichoso en cuanto es posible, sin deseos, sin inquietudes, sin ambiciones, con esa felicidad de la planta que tiene a la mañana su gota de rocío y su rayo de sol; después, un poco de tierra echada con respeto y que no apisonen y pateen los que sepultan por oficio; un poco de tierra blanda y floja que no ahogue ni oprima; cuatro ortigas, un cardo silvestre y alguna hierba que me cubra con su manto de raíces, y, por último, un tapial que sirva para que no aren en aquel sitio ni revuelvan los huesos.

He aquí, hoy por hoy, todo lo que ambiciono: ser un comparsa en la inmensa comedia de la Humanidad y, concluido mi papel de hacer bulto, meterme entre bastidores sin que me silben ni me aplaudan, sin que nadie se aperciba siquiera de mi salida...


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