Conexiones neuronales del cerebro, según Ramón y Cajal |
Comenzó a decirme que lo sentía, que no podía marcharse. Insistió en hablar conmigo, y de tanto hacerlo me conmovió de tal manera que decidí dedicarle una terapia y no cobrársela.
Después de todo,¿qué podía perder por escucharla? no tenía nada mejor que hacer…
–Tome asiento, por favor -le dije. Y ella, como si conociera al dedillo cada palmo de la consulta, cruzó por detrás de mi escritorio saltando por encima del cable de la lámpara de mesa (que colgaba a dos palmos del suelo), y sorteó el charquito de orina que había al lado de la pata de mi sillón, como si ya supiera de antemano que aquella cosa fea estaba allí.
Después se tumbó de costado en el diván, en una postura laxa que a mí me pareció demasiado confiada para ser la primera vez que venía.
Admito que su actitud era extraña. Que me desconcertaba. Yo intentaba ser profesional, como siempre he sido. Pero ella no dejaba de mirarme. Y lo hacía fijamente. Sus ojos eran grandes, castaños, y a pesar de su vejez, hermosos. Sus movimientos, suaves, lentos, muy pensados, calculadores, casi acusadores, producían en mí un desasosiego que hoy no logro todavía describir.
Foto de la autora, título: "el cielo entre mis manos" |
–Usted dirá, señora, la escucho…- le dije para comenzar, como siempre digo a todos mis pacientes.
Pero ella no se inmutaba. No le influían mis palabras, ni mis gestos, ni siquiera parecía respetar mi autoridad. Y me miraba.
Había demasiada luz en la consulta. Tanta luz que me cegaba.
Me levanté y fui a correr las cortinas, pero tuve que cerrar la ventana, y, aun así, la luz seguía allí, incontenible, cegadora. Pobre mujer. Ahora se cubría el rostro para que no la viera llorar. Su llanto era espeso, silencioso. Me conmovía. Me conmovía su luz. Me conmovía su mirada…
Dejando a un lado la relación médico-paciente, me senté a su lado, enjugué sus lágrimas con mi pañuelo y estreché sus manos entre las mías, igual que hubiera hecho un amigo para intentar paliar el sufrimiento de una amiga.
– Señora, por Dios, ¿qué le ocurre?
Ella besó mi mejilla con dulzura y esbozando una triste sonrisa, dijo:
– Soy yo, Javier... Elena… tómate las pastillas, son nuevas, para tu alzhéimer: y te devolverán la memoria con el tiempo.
Entonces lo comprendí: su vocación era más fuerte que la mía.
María José Martí, conelcuentoenlostalones.blogspot.com
Este relato se encuentra en el registro de la propiedad intelectual
Es lo primero q he leído ( dos veces seguidas) de tu blog... y ha sido conmovedor, ufff!.
ResponderEliminarGracias. Con tu permiso, seguiré tus letras.
Te sonrío con el Alma.
Muchas gracias, DesdMiVentana H, preciosa esa sonrisa tuya que recoge mi corazón.
EliminarMaria Jose o Marti Lopez no se?
ResponderEliminarpero si se que sus relatos son cortos pero lindos
saludos!
Saludos, Hilario, mil gracias por leer mis relatos.
EliminarMe parece excelente María. Buen relato.
ResponderEliminarMuchas gracias, Pepa. Un saludo.
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