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LOUISA MAY ALCOTT, MERIENDA




LOUISA MAY ALCOTT
(1832-1888)








Autora estadounidense. Luchó con ahínco por el derecho al voto de las mujeres y defendió la abolición de la esclavitud. En la Guerra de Secesión fue enfermera en el Hospital de la Unión en Washington D.C. y murió en Bostón a la edad de 56 años debido a las secuelas del envenenamiento por mercurio al que se expuso durante sus servicios en el Hospital.
Escribió un gran número de relatos, poemas, cuentos para niños y algunas novelas. Su mayor éxito “Mujercitas”, publicado en 1868, traspasó fronteras a nivel mundial convirtiéndose en la obra literaria más reconocida de esta autora en muchos países.
Mujercitas es un relato en parte autobiográfico basado en su niñez, en sus hermanas y en ella misma en sus años adolescentes.
Hoy conoceremos uno de sus deliciosos cuentos breves, tan sólo una pequeña muestra de su calidad narrativa. Y sin más preámbulos, os dejo con...


MERIENDA
DE LOUISA MAY ALCOTT



Hermana Jerusha, realmente me abruma ver cómo esos muchachitos comen esos pasteles y alimentos tan malos, día tras día, cuando deberían merendar con alimentos saludables. De verdad ansío repartir a cada uno un buen pedazo de pan con manteca, o uno de nuestros pastelitos grandes -declaró la bondadosa Mehitabel Plummer, mientras reanudaba su labor después de contemplar largo rato a los niños que salían en tropel de la escuela primaria, situada en frente, para corretear por el patio, sentarse en los pilares, o precipitarse en un mísero tenducho cercano, en cuyo escaparate se exhibían montones de tartas y bizcochos grasientos. Estos no habrían atraído a nadie que no fuera un escolar hambriento, y deberían haberse llamado "Dispepsia" y "Jaqueca", tan insalubres eran.
La señorita Jerusha apartó la mirada de su decimoséptimo cobertor de retacitos y respondió con expresión compasiva:
Si tuviéramos cantidad suficiente como para repartir, yo misma lo haría, para salvar a esos pobres muchachos engañados de los vahídos biliosos que sin duda sufrirán antes de las vacaciones. Ese gordito ya está amarillo como un limón, y no es de extrañar, pues lo he visto comer, durante una sola merienda, media docena de espantosos pasteles.
Las dos ancianas sacudieron la cabeza y suspiraron, porque vivían una vida muy tranquila en la casa estrecha cuyos fondos daban a la calle y que, apretujada entre dos tiendas, parecía tan fuera de lugar como lo habrían parecido las buenas solteronas entre los alegres muchachos del otro lado. Día tras día, sentadas junto a las ventanas, las ancianas habían aprendido a gozar observando a los muchachos que mes a mes iban y venían como abejas a su colmena. Tenían sus favoritos, y entretenían muchas largas horas especulando acerca del aspecto, modales y probable situación social de los jovencitos. Un muchacho cojo era el mimado de Jerusha, pese a no haber hablado nunca con él; y un joven alto, de cara despierta, que parecía dominar a los demás, se ganó el corazón de la señorita Hetty al ayudarla a cruzar la calle, un día en que estaba resbaladiza. Ellas anhelaban remendar algunas de esas ropas raídas, animar a los más torpes y descorazonados, aconsejar a los enfermos, reprochar a los groseros, y sobre todo, alimentar a quienes insistían en adquirir su almuerzo en la sucia panadería cercana.

Aquellas almas buenas eran excelentes cocineras y poseían muchos libros con toda clase de recetas que rara vez utilizaban, pues vivían con sencillez y tenían pocas compañías. Para ellas tenía un encanto particular cierta especie de pastelito de melaza preparado por su venerada madre, que fuera renombrada ama de casa en su época, y comido por las hermanas cuando niñas. Siempre tenían repleta una caja de latón aunque solo de vez en cuando mordisqueaban alguno y preferían regalarlos a los niños pobres cuando, todos los días, trotaban rumbo al mercado. En muchas ocasiones, la señorita Hetty se sentía tentada de invitar a los escolares, pero se contenía porque eran niños fuertes, a quienes ella consideraba más o menos como un gato benévolo a un grupo de perritos retozones.

Aquel día, la caja estaba repleta de pastelitos frescos, crujientes, tostados y dulces, cuyo olor aromático llenaba la habitación, y la puerta del armario de las porcelanas se mantenía sugestivamente abierta. Los anteojos de la señorita Hetty se volvieron en esa dirección, para luego volver a la escena de la calle, cómo si tratara de reunir valor para hacer algo. En ese preciso momento, ocurrió una cosa que decidió y selló el destino de las tartas de mala calidad y su fabricante.
Unos cuantos de los niños más pequeños jugaban a las canicas en la acera, pues en el patio se jugaba a la rayuela y el rango y tenían lugar refriegas amistosas de modo que no era posible hallar ningún sitio tranquilo. El gordito se sentó en un poste cercano, y como había consumido el último pastel se dedicó a molestar a los niños que jugaban pacíficamente a sus pies. Uno de ellos era el niño cojo y harapiento que saltaba de un lado a otro con su muleta, mientras masticaba una galleta seca, acompañada de vez en cuando por algún trago de agua del grifo. Pocas veces traía consigo merienda alguna, y parecía gozar tanto de aquel pobre alimento, que el muchacho alto, de cara despierta, le ofreció una manzana roja cuando salió del patio en busca de su sombrero, arrojado a la calle por su compañero de juegos.
El muchachito cojo contempló con adoración la linda manzana, y se disponía a darle un primer mordisco delicioso, cuando el jovenzuelo gordo, con un diestro puntapié, la lanzó volando al medio de la calle, donde la rueda de un carro que pasaba la aplastó en el barro.

¡Qué vergüenza! ¡Le daré algo bueno! ¡El muy bribón!
Y con esta exclamación, algo confusa, la señorita Hetty arrojó a un lado su labor, corrió al armario y se precipitó a la puerta delantera llevando consigo la lata, como si la casa se incendiara y aquella contuviera sus más preciados tesoros.
¡Dios me valga!, ¿qué le pasa a mi hermana? -balbuceó Jerusha, mientras iba a la ventana justo a tiempo para ver cómo el gordo caía de su poste al acudir al rescate el muchacho alto, mientras el cojo cruzaba la calle en respuesta a una voz temblona y bondadosa que lo llamaba diciendo:
¡Ven aquí, hijo, y llévate un pastelito..., una docena, si los quieres!
¡Lo hizo por fin ! -exclamó la señorita Jerusha que, inspirada por tan heroico ejemplo, abrió la ventana de par en par e hizo señas al vengador-. Tú también, porque defendiste a ese pobre muchachito... ¡Ven y sírvete !
Charley Howe se rió de las indignadas ancianas, pero como era un caballero, se quitó el sombrero y cruzó corriendo para agradecerles su interés en el entredicho. Sin esperar invitación, varios niños los siguieron como moscas hacia un frasco de miel, puesto que la caja de latón sugería golosinas.

La señorita Hetty era un espectáculo noble, tanto como gracioso. Con las cintas de su cofia al viento, la cara rosada brillante de buena voluntad, repartió pastelitos con mano generosa y una palabra amable para cada uno.
Aquí tienes uno bien grande para ti, querido. No conozco tu nombre, pero tu cara sí, y me gusta ver que un muchacho mayor defienda a los más pequeños -anunció, sonriendo encantada a Charley, cuando éste llegó.
¡Gracias, señora!:.. Este sí que es espléndido. Allá no conseguimos nada tan bueno - declaró Charley, al tiempo que, agradecido, devoraba el pastelillo con tres bocados, pues había regalado su propia merienda.
¡Me lo imagino! Uno de éstos vale una docena de esas desagradables tortas. Me apena ver cómo las comen, y no creo que vuestras madres sepan lo dañinas que son –. Repuso Hetty, mientras hurgaba en busca de otro puñado en las profundidades de la caja, ya medio vacía.
-¡Ojalá le pudiera enseñar cómo hacerlas al viejo Peck!... Encantados compraríamos éstas y ni siquiera tocaríamos las tortas de cucaracha -manifestó Charley, mientras aceptaba otra y gozaba de la diversión pues la mitad de sus compañeros observaba la escena desde el otro lado.
¡Tortas de cucaracha ! No lo dirás en serio -exclamó Hetty, que estuvo a punto de dejar caer su carga, horrorizada por la idea. Es que había oído hablar de ranas guisadas y langostas saltadas, y supuso que se había descubierto algún nuevo manjar.
A veces las encontramos en la mermelada de manzanas, y clavos y pedazos de barril en las tortas; por eso es que algunos de nosotros no somos clientes de Peck -replicó Charley.
El pequeño Briggs agregó con vivacidad:
Yo nunca le compro; mi mamá no me lo permite.
Es que nunca tiene plata -vociferó Dickson, el gordo, oculto tras el cerco.
No hagas caso, hijito; ven aquí todos los días, que yo me ocuparé de que tengas una buena merienda. Y manzanas también, de las deliciosas si te gustan -repuso la señorita Hetty, palmeándole la cabeza y lanzando una mirada de indignación al otro lado de la calle.
¡Llorón! ¡Marica! ¡Consentido de la abuela ! -se burló Dickson, que después huyó, porque Charley le arrojó una pelota con tan buena puntería que le erró por poco a la nariz.
Ese muchacho se enfermará de ictericia, con toda seguridad, y se lo merece -declaró con severidad la señorita Hetty, al tiempo que tapaba la caja ya vacía, pues mientras ella hablaba, los desenvueltos caballeritos se habían servido.
Muchas gracias por el pastelito, señora. No dejare de venir mañana -anunció el pequeño Briggs, con expresión tan inocente como si el bolsillo de su chaqueta no estuviera abultado de manera sospechosa.
¡Te morirás de frío, Hetty! -llamó la señorita Jerusha, y, captando la indirecta, Charley se apresuró a concluir la visita.
Vamos, amigos... Le quedamos muy agradecidos, señora, y yo me ocuparé de que ningún bribón se burle de Briggs.

Dicho esto, los escolares se alejaron de prisa, y la anciana se retiró a su salita, donde se dejó caer en el sillón, tan excitada como si hubiera dirigido un ataque a una fortaleza.
Mañana llenaré las dos latas grandes y agasajaré a todos los pequeños, si Dios me lo permite -jadeó con expresión decidida, al tiempo que se acomodaba la cofia y las polleras negras, con las cuales el viento se había tomado libertades mientras se encontraba en los escalones.
No estoy segura de que no sea nuestro deber preparar y vender meriendas buenas y saludables a esos muchachos -declaró la señorita Jerusha, que anhelaba distinguirse también de alguna manera-. Podemos hacerlo por poco precio y sin muchas molestias. Bastaría con instalar la mesa larga en la entrada, durante media hora cada día, y dejar que cada uno de ellos viniera a servirse un buñuelo, un pastelito o un bizcocho con manteca. Podríamos hacerlo, hermana…
¡Lo haremos, hermana!
Y en ese mismo instante, la señorita Hetty adoptó la decisión de dedicar parte de su tiempo y habilidad a rescatar a esos benditos muchachos del perverso Peck y sus tortas de cucaracha.

Fue tan agradable como cómico ver con qué buen talante aquellas almas buenas se lanzaban a la nueva tarea; con qué bravura se animaban mutuamente cuando mostraban señales de desfallecer, y con qué celeridad se convencían de que su deber consistía en proporcionar mejores alimentos para los futuros defensores y gobernantes de su país natal.
No se puede exigir a los pobres que estudien con la cabeza despejada si no están alimentados como es debido, y a la mitad de las mujeres no se les ocurre que lo que entra en los estómagos de los niños afecta sus cerebros -declaró Hetty, al día siguiente, mientras amasaba grandes láminas de pasta subrayando sus comentarios con vigorosos movimientos de amasar.
Nuestra bendita madre sí que sabía alimentar una familia. Catorce robustos varones y mujeres, todos vivos y bien de salud, y tú y yo, tan vivaces a los setenta y uno y setenta y dos como la mayoría a los cuarenta. Alimentos buenos, sencillos y en cantidad, son el secreto de una salud firme -repuso su hermana, mientras introducía una sartenada de buñuelos en el horno.
Conviene que preparemos un poco de Brighton Rock... Pasó de moda, pero a nuestros hermanos solía gustarles muchísimo, y los muchachos se parecen en todas partes. Será un manjar nuevo para los pobrecitos.
¿Y si hacemos dejar una lata más de leche y les servimos un buen vaso? Algunos tienen aspecto de no beber nunca una gota. Peck vende cerveza, y la leche es mucho mejor... ¿Lo hacemos, hermana?
Lo intentaremos, Jerusha. Ya que estamos en el baile, bailemos.
Y siguiendo ese principio las ancianas obraron con esplendidez y postergaron el gran acontecimiento hasta el .lunes para que todo estuviera en perfecto orden. No dijeron nada al respecto cuando se presentaron los niños, el viernes por la mañana, y estuvieron muy ocupadas durante todo el sábado, que había feria escolar.
¡Hola! ¡Vaya con la señorita Hetty!... ¡Mira eso, viejo Peck, y tiembla! -exclamó Charley a sus condiscípulos, cuando, al llegar el lunes por la mañana, vio en la puerta de las hermanas un letrero donde se anunciaba el agradable hecho de que durante el recreo podían adquirirse allí ciertas deliciosas comidas y bebidas a precios razonables.
No se veía ninguna cofia en las ventanas, pero tras las cortinas corridas, dos caras satisfechas espiaban para ver cómo recibían los escolares el gran anuncio. Aquel que recuerde la descripción medio cómica, medio patética hecha por Hawthorne acerca de las esperanzas y temores de la pobre Hepzibah Pyncheon al acomodar sus mercancías en el tenducho, comprenderá en parte la excitación de las hermanas aquel día, a medida que se acercaba la hora fijada para su primer intento.
¿Quién abrirá la puerta? -preguntó Hetty cuando llegó el momento fatídico y los muchachos comenzaron a salir al patio.
¡ Yo!
Y reuniendo coraje, la señorita Jerusha se adelantó valerosamente, abrió la puerta de par en par, y entonces, en cuanto el primer alarido de júbilo de los muchachos anunció que .el festín estaba a la vista, se precipitó de vuelta al salón, presa del pánico.
¡Allí vienen... y son cientos, a juzgar por el estrépito! -susurró a medida que se acercaba el ruido de pasos.
Y se elevó un clamor de voces:
¡Qué buñuelos magníficos!
Y estos pastelitos, ¿qué tal?
Y nuevos también; parecen de primera clase.
Ya os dije que no era una broma...
¿Qué dirá Peck de esto?
Dickson no vendrá…
Ve tú primero, Charley.
Briggs, aquí tienes un centavo; ve y compra como los demás.
Estoy tan excitada que no podría contar el vuelto aunque en ello me fuera la vida - jadeó Jerusha, oculta tras el sofá.
Ahora es mi turno... Cálmate, que no tardaremos en acostumbrarnos.
Y disponiéndose a enfrentar la zumba de los estudiantes, tan nueva y azarosa para ella como un verdadero peligro, Hetty salió al salón, donde fue recibida por una aclamación seguida de un coro de pedidos dirigidos a todo aquello que se exhibía de manera tan tentadora sobre la mesa. Atrincherada tras una barricada de buñuelos, fue distribuyendo sus mercancías con creciente rapidez y habilidad, puesto que en cuanto quedaba satisfecho un turno de muchachos, otro acudía, hasta que la mesa quedó libre, el tarro de leche seco, y no quedaron otros rastros de la hazaña que un balde vacío y un montón de monedas de cinco centavos.
Espero no haber estafado a nadie, pero es que estaba aturdida hermana; eran tan ruidosos, y estaban tan hambrientos... Que Dios bendiga sus corazoncitos; confío en que ahora estén satisfechos...

Y la señorita Hetty miró por sobre sus anteojos los semblantes llenos de migas que se veían del otro lado, encontrándose con muchas sonrisas y saludo:., pues sus recientes clientes recomendaban entusiasmados su establecimiento a aquellos que habían preferido los dudosos manjares de Peck.
El Brighton Rock fue un éxito; para mañana debemos tener una buena provisión y más leche. Briggs la bebió como un bebé, y tu simpático muchacho brindó a mi salud como un caballero que es -replicó la señorita Jerusha, que se había aventurado a salir, antes de que fuera demasiado tarde, para hacer los honores de la lata con gran dignidad, pese a sus temores interiores.
Peck se ha quedado con un palmo de narices, si es que puedo utilizar una expresión tan vulgar, y nuestra merienda es un éxito triunfal. Los muchachos saben lo que es bueno, y no debemos temer perderlos como clientes mientras podamos servirles. Pediré en seguida un barril de harina, y calentaré el horno grande. Nos hemos puesto manos a la obra y ya no debemos volvernos atrás, pues nuestro honor está comprometido.
Con tan altanera observación, Hetty cerró de la puerta, tratando de hacer caso omiso del ansioso Peck, que aplastaba la nariz contra el sucio cristal de su vitrina, a fin de observar a sus rivales por encima de montones de confituras sin vender.
La pequeña empresa fue un éxito, y durante todo aquel invierno las ancianas cumplieron fielmente su parte, y hallaron esa tarea más a gusto que sus eternas labores y costuras. Además recibieron una buena ganancia sobre sus gastos, puesto que eran hábiles administradoras y les sobraba energía, espíritu de empresa y laboriosidad.
Los estudiantes se hartaron de saludables alimentos, y pronto aprendieron a querer a "las tías”, como solían llamarlas, mientras que los padres que se interesaban por el asunto demostraron su aprobación de muchas maneras, muy halagadoras para las ancianas.
Sin embargo, el triunfo final se obtuvo al cerrarse la tienda de Peck por ausencia de clientes, pues tenía pocos aparte de los muchachos. Nadie lloró por él, y Dickson demostró la verdad de la profecía de Hetty, al caer, en efecto, enfermo de fiebre en primavera.

Pero una nueva sorpresa aguardaba a los muchachos. Cuando regresaron en bandadas después de las vacaciones estivales, allí estaba la tienda, luciendo su nueva pintura y accesorios, colmada de todas las golosinas conocidas, y encima de la puerta un vistoso cartel: "Plummer y Compañía".
¡Por Júpiter! Las tías se han propuesto cubrirse de gloria. Entremos a enterarnos de lo que pasa... Pórtense bien, amigos, o más tarde arreglaremos cuentas -ordenó Charley, al detenerse a observar las tentadoras mercancías dispuestas detrás del limpio cristal.
Entraron en tropel, golpearon el mostrador y se dispusieron a saludar a las ancianas, como de costumbre, mas se sorprendieron en grande cuando apareció una bonita joven, que les preguntó sonriente qué deseaban servirse.
Si es lo mismo para usted, quisiéramos ver a las tías. ¿No es de ellas esta tienda? -inquirió el pequeño Briggs, amargamente desilusionado al no encontrar a sus buenas amigas.
Las encontrarán allí, en su casa, como de costumbre... Sí, esta tienda les pertenece, y yo soy su sobrina. Mi esposo es la "Compañía", y los dos nos hacemos cargo de la tienda en nombre de ellas... Espero tenerlos por clientes, caballeros.
¡Claro que sí! ¡Claro que sí! ¡Tres hurras por Plummer y Compañía! -gritó Charley, encabezando tres aclamaciones que hicieron resonar otra vez en la tienda, y que atrajeron a las ventanas opuestas dos cofias, bajo las cuales dos caras viejas y alegres sonreían y saludaban, llenas de satisfacción ante la revolución tan exitosamente planeada y llevada a cabo.

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