Un artículo de María José Martí (Majomar)
(OSCAR WILDE, 16-10-1854 Dublín – 30-11-1900 París)
Entre
los más reconocidos escritores de su generación, Oscar Wilde es un
caso único y complejo. Su vida fue un drama abocado a la involución
personal y profesional. En pocos años pasó de ser un príncipe
feliz, como el de su cuento, a una especie de apestado social, como
si él mismo, sin saberlo, representara el papel protagonista de su
mejor y más auténtica pieza teatral.
Nacido
en el seno de una familia de clase media-alta, su padre era un
prestigioso cirujano y su madre una intelectual, poeta y activista
comprometida con el nacionalismo irlandés. Wilde se educó en muy
buenos colegios y según quienes lo conocieron, hacía gala de una
afilada inteligencia, era ingenioso y un excelente conversador.
Wilde
inició su juventud envuelto en promesas de éxitos futuros. En el
Magdalen College de Oxford obtuvo premios a sus trabajos literarios y
desarrolló sus extravagancias en el modo de comportarse y de vestir
dando rienda al movimiento artístico del esteticismo en su país,
del que fue máximo precursor, y que defendía la importancia central
del arte, la motivación del arte por el arte, expresión artística
sin ningún motivo material o moral, o como él resumiría en esta
frase: «Todo arte es más bien inútil».
Una
prueba de su hedonismo por aquel entonces, es que, según contó tras
su gira de conferencias por Estados Unidos, al pasar por la aduana
sus palabras fueron:
«No
tengo nada que declarar sino mi genio.»
Un
par de años después, se enamoró de una preciosa dama, Florence
Balcombe, que tras separarse de él terminó siendo la esposa de uno
de sus mejores amigos y compañeros del colegio, nada menos que Bram
Stoker, (progenitor intelectual de la más famosa novela de todos los
tiempos, Drácula). En 1884, Wilde se casó con Constance Lloyd, la
hija del consejero de la reina, vivieron cómodamente de su generosa
dote y tuvieron dos hijos. Pero la dicha duró poco, pues Wilde fue
acusado de sodomía por el padre de su mejor amigo y este desastre
marcó un punto de inflexión en su vida.
Su
vida, que comenzó como sus propios cuentos de hadas, con el tiempo
se convirtió en una pesadilla. Wilde murió en París en 1900, a los
46 años de edad, apartado del hombre al que amaba, rechazado por su
familia y por casi todos los que lo conocieron tiempo atrás, en la
ruina económica, socialmente condenado por el escándalo que sacó a
relucir su supuesta homosexualidad. El joven poeta que todos
envidiaron cuando triunfaba, el gran dramaturgo, el hijo, esposo y
padre de dos niños, fue el hombre que pudo tenerlo todo y todo lo
perdió: un príncipe destronado. Así definió él mismo su relación
con lord Alfred Douglas, su supuesto amante:
«Nuestra
desdichada y lamentable amistad terminó para mí en la ruina y en la
infamia pública. Sin embargo, el recuerdo de nuestro antiguo afecto
me acompaña a menudo y me resulta muy triste la idea de que odio,
amargura y desprecio deban ocupar para siempre el sitio que en mi
corazón perteneció una vez al amor». (De Profundis)
Cuando
salió de la cárcel, ya no era el mismo Wilde que cuando entró en
ella. En sus palabras latía un cambio radical y una creciente
tendencia religiosa. Wilde abrazó el catolicismo en los últimos
días de su vida. Tal vez la promesa reparadora y simple de la fe
fuera para él el único consuelo frente a su desesperación.
Otras
palabras de Oscar Wilde en conversación con Frank Harris tras su
amarga experiencia denotan su transformación. (Fuente: Wikipedia, la
enciclopedia libre):
«¿Ha
comprendido usted bien qué cosa tan admirable es la piedad? Por mi
parte, doy gracias a Dios todas las noches —sí, de rodillas doy
gracias a Dios —por habérmela hecho conocer. Yo entré a la
prisión con un corazón de piedra y pensando tan solo en mi placer;
pero, ahora mi corazón se ha roto, y la piedad ha entrado en él. Ya
sé que la cosa más grande y más hermosa del mundo es la piedad. Y
he aquí por qué no puedo guardar rencor a quienes me condenaron, ni
a nadie; pues sin ellos yo no habría conocido todo ésto.»
Las
piezas teatrales de Oscar Wilde todavía despiertan interés del
público cuando se estrenan en cine o teatro; su esteticismo
impregnó de belleza y sentimientos unos cuentos maravillosos con los
que todos aprendimos a leer y que ya forman parte del imaginario
colectivo. ¿Quién no recuerda “El gigante egoísta” que ya
leíamos antes de que nos cayesen los dientes de leche? ¿Quién no
conoce la emotiva historia de El príncipe y la golondrina? ¿Quién
no ha visto alguna adaptación en teatro o en cine de La importancia
de llamarse Ernesto, El fantasma de Canterville o El retrato de
Dorian Gray?
El
egoísmo, la vanidad, la generosidad, el amor, la amistad, la piedad,
el miedo, el valor, el dolor, se pasean por sus historias como
habitantes de la casa.; ¿quién podría olvidar ese inquietante
retrato de Dorian que ocultaba la fealdad de su alma a favor de la
belleza y la juventud aparente de su cuerpo? Sí, ya sé que
simplifico en algo mucho más complejo, pero no es mi intención
hacer un estudio de las obras de Wilde, sino compartir con vosotros a
grandes rasgos los puntos de genialidad que podamos ir descubriendo.
Por
eso, cuando encontré estos microrrelatos, supuse que estaría bien
compartirlos. Aquí, Wilde se revela como un gran microrrelatista,
algo que en la actualidad está muy de moda pero que en su tiempo no
era tan cotizado.
Con
muy pocas palabras, la maestría de su prosa más breve. En “El
hombre que contaba historias”, parece que expresa su amargura vital
de los últimos años de su vida, cuando tras cumplir condena a
trabajos forzados en la cárcel y con su reputación por los suelos
(al hacerse pública su homosexualidad) –en aquel tiempo duramente
perseguida y castigada –, Wilde escribió “De Profundis” una
larga carta a su supuesto ex-amante, y en este párrafo le decía
casi lo mismo que expresa el mirorrelato o minicuento El hombre que
contaba historias. Extraed con libertad vuestras propias
conclusiones.
«Escribí cuando no conocía la vida. Ahora que entiendo su significado, ya no tengo que escribir. La vida no puede escribirse; solo puede vivirse.»
Cuatro cuentos (microrrelatos)
de OSCAR WILDE:
«EL HOMBRE QUE CONTABA HISTORIAS»
Había
una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba historias.
Todas las mañanas salía del pueblo y cuando volvía por las noches,
todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día,
se reunían a su alrededor y le decían:
—Vamos,
cuenta, ¿qué has visto hoy?
Él
explicaba:
—He
visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a
danzar a un corro de silvanos.
—Sigue
contando, ¿qué más has visto? -decían los hombres.
—Al
llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres
sirenas que peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.
Y
los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.
Una
mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas… Mas al llegar a
la orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que,
al filo de las olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de
oro. Y, como continuara su paseo llegando cerca del bosque, vio a un
fauno que tañía su flauta y a un corro de silvanos… Aquella
noche, cuando regresó a su pueblo y, como los otros días, le
preguntaron:
—Vamos,
cuenta: ¿qué has visto?
Él
respondió:
—No
he visto nada.
«EL ARTISTA»
Una
tarde le vino al alma el deseo de dar forma a una imagen del “Placer
que se posa un instante”.
Y
se fue por el mundo a buscar bronce, pues solo el bronce podía
concebir su obra.
Pero
había desaparecido el bronce del mundo entero; en parte alguna del
mundo entero podía encontrarse bronce, salvo el bronce de la imagen
del “Dolor que dura para siempre”. Era él quien había forjado
esta imagen con sus propias manos, y la había puesto sobre la tumba
de lo único que había amado en la vida. Sobre la tumba de lo que
más había amado en la vida, y había muerto, había puesto esta
imagen hechura suya, como prenda y señal del amor humano que no
muere nunca, y como símbolo del dolor humano que dura para siempre.
Y en el mundo entero no había más bronce que el bronce de esta
imagen. Y tomó la imagen que había formado y la puso en un gran
horno y se la entregó al fuego.
Y
con el bronce de la imagen del “Dolor que dura para siempre”
esculpió una imagen del “Placer que se posa un instante”.
«EL IMÁN»
Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero. Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se agregaron otras, y al fin, todas las limaduras empezaron a discutir el asunto y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. ¿Por qué no ir hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente acercándose.
Al fin prevalecieron las impacientes, y en un impulso irresistible la comunidad entera gritó:
—Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que su visita era voluntaria.
«EL DISCÍPULO»
Cuando murió Narciso, el remanso de su placer se trocó de una copa de aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, y llegaron llorando a través de los bosques las ninfas de las montañas, las oréades, para consolar al remanso con su canto.
Y cuando vieron que el remanso se había trocado de una copa de aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, soltaron las verdes trenzas de sus cabellos y gritando al remanso le dijeron:
—No nos sorprende que hagas un duelo tal por Narciso, tan hermoso como era.
—¿Era hermoso Narciso? -dijo el remanso.
—¿Quién había se saberlo mejor que tú? -respondieron las ninfas-. A nosotras siempre nos desdeñaba, pero a ti te cortejaba, y solía recostarse en tus orillas e inclinarse a mirarte, y en el espejo de tus aguas reflejaba gustoso su belleza.
Y el remanso respondió:
—Pero yo amaba a Narciso porque, cuando recostado en mis orillas se inclinaba a mirarme, en el espejo de sus ojos veía mi propia belleza reflejada.
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