«Obtén primero los hechos, entonces los puedes distorsionar como quieras. »
«La
acción habla más fuerte que las palabras, pero ni de cerca tan a
menudo.»
Mark
Twain.
Es
cierto que en los últimos doscientos años han sucedido cosas
extraordinarias. Descubrimientos científicos y avances tecnológicos
han transformado la vida de millones de seres humanos. En lo que a
Literatura se refiere los siglos XIX y XX han sido prolijos en
grandes escritores y es muy difícil llegar a conocerlos a todos, ni
siquiera una ínfima parte de sus obras. Más aún, ésto se complica
entre 1800 y 1960. Si apretamos un poco más la madeja, tenemos la
evidencia de que no todos han llegado hasta nosotros en igualdad de tratamiento, y cuando digo ésto, me refiero a las escuelas y los
libros de texto que nos forman en estas materias y también nos
desinforman dándonos a cuentagotas lo que a ellos les interesa, y apartando lo que, según los criterios de quienes tienen en sus manos nuestra educación, no creen conveniente, ya sea por cuestiones religiosas u otras razones suyas..., que no nuestras.
Mark Twain es uno de esos escritores rebeldes a los que en España no hemos conocido, exceptuando sus dos famosas novelas Las aventuras de Tom Sawyer, y Las aventuras de Huckleberry Finn (su obra más perfeccionada en opinión de críticos americanos e ingleses). Apelo a que pongamos fin a este desconocimiento, y para ello os propongo navegar por su vida y obra, ambas muy interesantes.
De hecho, Twain fue coetáneo de grandes inventores y científicos, amigo de algunos de los más grandes, como Nikola Tesla y Thomas Alva Edison. Con el primero existen interesantes anécdotas y algunas fotografías que documentan la buena amistad que compartieron, y de Edison hay un documento único por su valor histórico, esta filmación donde inmortalizó a Twain para la posteridad.
Mark Twain es uno de esos escritores rebeldes a los que en España no hemos conocido, exceptuando sus dos famosas novelas Las aventuras de Tom Sawyer, y Las aventuras de Huckleberry Finn (su obra más perfeccionada en opinión de críticos americanos e ingleses). Apelo a que pongamos fin a este desconocimiento, y para ello os propongo navegar por su vida y obra, ambas muy interesantes.
De hecho, Twain fue coetáneo de grandes inventores y científicos, amigo de algunos de los más grandes, como Nikola Tesla y Thomas Alva Edison. Con el primero existen interesantes anécdotas y algunas fotografías que documentan la buena amistad que compartieron, y de Edison hay un documento único por su valor histórico, esta filmación donde inmortalizó a Twain para la posteridad.
https://youtu.be/mqaSOw1WhjI
Su nombre auténtico era Samuel Clemens. Nació en el año del cometa, 1835, en un pueblo llamado Hannibal, puerto fluvial del río Mississipi y perteneciente al estado de Misuri.
¿Os
gustaría imaginároslo de niño? ¿Qué tal si recorremos con él
la vieja Norteamérica que describe y caricaturiza en sus cuentos y
novelas?
Pues
imaginemos, vayamos a su infancia…
Estamos en 1846 y Samuel es un niño rebelde, asilvestrado, delgado, de ojos azules y pelo rubio, y pícaro como no podéis haceros una idea, travieso, hasta se diría que malo. Corre el siglo diecinueve y aún no ha tenido lugar la Guerra de Secesión que cambiará el mapa de Estados Unidos y, entre otras cosas, traerá la abolición de la esclavitud.
Los
estados del sur, propiedad de los ricos terratenientes, son tierras
fértiles regadas por generosos ríos y pobladas de magníficos
bosques. Podemos imaginar viejos árboles centenarios como en la
hacienda de los Doce robles en «Lo
que el viento se llevó».
En estas tierras se cultivan grandes plantaciones de algodón –el
oro blanco de la época –; los blancos ricos viven en mansiones,
los hombres negros son sus esclavos. No se han inventado la mayoría
de las cosas que en el siglo XXI conoceremos: los Derechos Humanos,
la mayoría de las vacunas, de las medicinas, en fin, todas esas
cosas que hoy nos hacen la vida más fácil: los habitantes de
Hannibal no saben lo que es la lavadora, ni lo que serán los
automóviles ni los aviones comerciales y desconocen los dos inventos
modernos que cambiarán el mundo para siempre ¡el váter con
cisterna y el papel higiénico suave de doble capa!
Las familias de clase media se reúnen alrededor de la mesa o de la lumbre que crepita en la chimenea y, por la noche, a la luz de una lámpara de aceite o de unas velas, los papás tienen mucho que contarse y los peques aún más con lo que entretenerse, sobre todo si son traviesos como Samuel. Por ejemplo, a Samuel se le ocurre capturar un montón de moscas vivas, meterlas en un bote, darle vueltas y vueltas al bote, y luego, cuando las moscas están bien mareadas, las suelta para verlas volar. ¡Pobres moscas!, salen del bote, tontas perdidas, mareadas como si se hubieran bebido una copa de Vodka, y suben, bajan, hacen eses y espirales, caen en picado y se quedan panza arriba con las patas temblonas... ¡es para morirse de risa!
Samuel quiere ser pirata. Tiene once años. Su padre era el juez de paz de Hannibal, pero acaba de fallecer. Su madre aún vive. La madre de Samuel es una mujer fuerte, pero ha tenido un montón de hijos y casi la mitad han muerto por enfermedades, y como Samuel es testarudo y no puede estarse quieto, decide ayudarla. Por esa razón, abandona la escuela y empieza a trabajar de aprendiz de impresor en el periódico de su hermano mayor, que se llama Orion, como la constelación astronómica que representa el cinturón del cazador con tres estrellas muy brillantes en su centro a las que aquí llamamos las Tres Marías.
Hannibal es un pueblo pacífico donde nunca pasa nada…, hasta que aparece un barco en el horizonte, se aproxima y amarra en puerto. Eso sí que es un acontecimiento de increíbles proporciones.
Los
barcos – imagina que los puedes ver frente a la ventana de tu
habitación–, moviendo esas ruedas o aspas que giran, levantan y
toman el agua y, como por arte de magia, la transforman en energía
cuando la chimenea la expulsa ya convertida en vapor. ¡Puuu, puu!
Suena la sirena y la ciudad flotante surca las aguas con cientos de
pasajeros en su interior.
Esos
barcos atraviesan el Mississipi y los conducen los pilotos. Para los
niños como Samuel no puede haber nadie más importante que los
pilotos. Son los héroes de los niños, porque no podéis imaginar
lo complicado de maniobrar con acierto un barco de vapor, entre
crecidas repentinas que impulsan peligrosas corrientes o descensos
de caudal que levantan bancos de arena. ¿Y qué son los bancos de
arena? Pues son trampas mortales, invisibles, terroríficas, tumbas
perfectas para el que embarranque en ellos. «Vida
en el Mississipi» es un
hermoso libro donde, ya muy mayor, este niño rebelde que fue Samuel
describe sus experiencias como piloto de barcos de vapor.
«De
pronto, una película de humo negro aparece encima de uno de esos
puntos remotos, al instante un carretero negro famoso por su buena
vista y prodigiosa voz eleva un grito, ¡viene un vapor!, y la escena
cambia. El borracho del pueblo se estira, los obreros se desperezan,
sigue un furioso repiqueteo de carretas; cada casa y comercio vierte
una contribución humana, y en un santiamén la ciudad muerta está
viva y coleando.»
(Life
on the Mississipi, 1883, Mark Twain)
Samuel
todavía no se llamaba Mark Twain cuando veía llegar o salir los
barcos al puerto de Hannibal, Samuel era sólo Samuel, un chico
inteligente, tremendo como la tremenda mata de su pelo, aunque eso
sí, tenía la cabeza llena de pájaros. De todo esto se acordaría
más adelante...
«Llega
un momento en la vida de todo chico normal en que siente un inmenso
deseo de ir donde sea, en busca de un oculto tesoro». (Las aventuras
de Tom Sawyer, 1876)
Ya
de muy joven sintió vocación por la escritura y sus primeros
relatos se publicaron en el Hannibal Journal, el
periódico de Orion. Samuel quería viajar. Desde los
dieciocho años estuvo trabajando como tipógrafo, lo que le ayudó a
conocer ciudades como San Luis, Cincinnati, Filadelfia y Nueva York.
Aunque no había terminado la escuela, sabía hacer muchas cosas,
porque la escuela de la vida también enseña mucho a aquellos que
desean aprender y se esfuerzan: Samuel leía muchos libros, visitaba
todas las bibliotecas, era autodidacta y quería ser aventurero e
investigador de la vida salvaje, por lo que se propuso la tarea de
recorrer la selva amazónica.
—Adiós
mamá. Me voy al Amazonas. –Le dijo a su madre, que entendió que
su hijo se iba a casa de un amigo. Así se despidió Samuel de ella y
de su acogedora casa de Hannibal. Luego, de camino al Amazonas,
donde pensaba ir en busca de fortuna y gloria como Indiana Johns,
hizo parada en Nueva Orleans para embarcar en algún vapor con
destino a Sudamérica, aunque pronto descubrió que no había ningún
barco que allí fuese. A pesar del disgusto, se recuperó y sacó
partido de esta contrariedad gracias al señor Bixby, piloto del
“Paul Jones”, que dio a su vida un giro inesperado.
—¡Al
piloto nadie le tose, muchacho! –le dijo el experimentado marinero
– ¿Cómo dices que te llamas? ¿Samuel? ¡Por todos los demonios!
¿Y dices que eres hijo del juez de paz?, ¡santo cielo! —añadió,
observando al joven delgaducho de arriba a abajo. Luego carraspeó,
succionó saliva y lanzó un esputo por la borda del barco con cierta
violencia, adquirida por costumbre, a bocajarro y sin pestañear.
Bixby
era uno de esos tipos legendarios que surcaban el Mississippi, pero
Samuel no se arredraba fácilmente y con su desparpajo de niño malo
hizo unas gárgaras ante la mirada atónita del viejo, y a
continuación, emulándole, disparó un tremendo esputo verde por la
borda, tan brutal que la fuerza de la ignición lo hizo volar como
una bala de cañón. Mientras éste caía a las verdes aguas del río
fundiéndose en ellas, el joven Samuel respondió al viejo irlandés
con un acento sureño, altivo y grave:
—Señor
Bixby, quiere usted marcarse un farol, pero se equivoca conmigo. Yo
soy capaz de lo que sea.
En
este momento, Samuel le dirigió una mirada al experimentado piloto y
sus ojos azules brillaron como estrellas –de embaucador, del niño
malo que ya era Samuel mucho antes de ser Mark Twain –, y el señor
Bixby, marinero de agua dulce que no se chupaba el dedo, accedió a
llevarle como aprendiz de timonel a cambio de quinientos dólares,
que le fue descontando de sus dos primeros sueldos. Le entregó un
taco oscuro de tabaco de mascar que Samuel recogió sorprendido.
—
Toma, hijo: si quieres parecer
un hombre, tendrás que mascar tabaco y dejar de hablar como un
idiota. Ven, coge el timón y no nos hundas al primer movimiento o
te parto el cráneo a puñetazos.
El
Paul Jones navegaba precedido de una barcaza que sondeaba el
río. A menudo, ante la proximidad de una zona peligrosa, el hombre
de color se encargaba de echar la sonda al fondo de las verdes aguas
donde nadaban peces tan grandes que parecían tiburones, alzaba la
mano izquierda , y acto seguido, con un canto gutural de estómago y
una voz masculina grave y armoniosa de cantor de jazz, anunciaba a
los del barco:
—¡Mark
Twain! —Y extraía la pértiga del agua, mojada hasta donde
marcaba la profundidad del río.
Cuando
lo escuchó la primera vez, Samuel se volvió sorprendido hacia el
señor Bixby.
—¿Qué
significa eso, señor?
El
viejo estaba hurgándose los dientes con su navaja y le miró de
arriba abajo.
—Vaya,
vaya, Samuel, acabas de defraudarme. Por tu cara de espabilado pensé
que ya lo sabrías «TODO».
Mark Twain significa que la profundidad del río no llega a dos
brazas. ¿Tú sabes cuánto son dos brazas?
—Claro,
señor, cualquiera sabe eso.
Samuel
levantó los brazos, los flexionó y apretó los puños para
enseñarle a Bixby sus bíceps presumiendo de musculitos.
–Ésto
son dos brazas, señor.
Y
claro, el señor Bixby se echó a reír haciéndose eco de la
tontería.
—¡Diablo
de muchacho! ¡Ja, ja, ja, dije brazas, no brazos!
Y
ya poniéndose muy serio, añadió:
«Dos
brazas son tres metros con seis centímetros, así pues, debemos
virar ahora mismo o embarrancaremos en un maldito banco de arena. Ya
sabes lo que pasaría si tocáramos fondo, ¿o no?»
Samuel
se convirtió en piloto de barco de vapor, profesión con la que
tanto había soñado cuando era niño. Esta profesión la ejerció
durante cuatro años. Cuando estalló la guerra de Secesión de los
Estados Unidos y quedaron restringidas las navegaciones por el
Mississipi, tuvo que dedicarse a otras cosas y ya no volvió nunca a
pilotar uno de aquellos hermosos barcos.
Todavía
eran tiempos de países y pueblos recién fundados; en Norteamérica
eran tiempos de vaqueros, de pistolas y pistoleros, y de amantes de
las peleas: peleas de perros, peleas de gallos, y duelos a pistolas
como en las pelis...
Eran muy famosas las carreras, SÍ SEÑOR. En Norteamérica celebraban carreras continuamente. Estaban en pleno auge las de perros, caballos, mulas, ratones, caracoles, escarabajos, ranas, percebes fritos y gamusinos, y había unos extraños vendedores de ecos que recorrían el continente americano buscando el eco más extraño para completar sus colecciones alucinadas de ecos. Eran tiempos en los que un hombre con dinero podía comprar el eco de una montaña y hacerse el importante, pero luego venía otro hombre que había comprado un eco de cinco montañas y le bajaba los humos al primero. Este gran relato es una crítica mordaz al coleccionismo compulsivo. Hoy podríamos entender y traspolar su mensaje al consumismo materialista de nuestra sociedad, un tema bastante peliagudo para que, los que quieran, reflexionen…
«Se
había propuesto iniciar una colección de ecos.
—¿De
qué? —pregunté.
—De
ecos, señor; de ecos. Primero compró un eco de Georgia. Era un eco
de cuatro voces. Después compró uno de seis en Maryland. Hecho
esto, tuvo la fortuna de encontrar uno de trece repeticiones en
Maine. En Tennessee le vendieron muy barato uno de catorce, y se lo
vendieron
barato porque necesitaba reparaciones, pues una parte de la roca de
reflexión estaba partida y se había caído. Supuso que, mediante
algunos millares de dólares, podría reconstruir la roca y
elevarla para aumentar su poder de repetición.»
El
vendedor de Ecos.
Además
de estos pequeños vicios, en la vieja Norteamérica todo eran
motivos para apostar. Algunos hacían auténticos disparates para
ganar sus apuestas, y si tenían que hacer trampas, las hacían.
Desde luego, tenían poca sensibilidad y los había más o menos
brutos, cuestión que transpira bajo la caricatura bromista, como
siempre, reflejada por Mark Twain en el cuento de La célebre rana
saltarina del distrito de Calaveras (1867):
«(…)Smiley
tenía fox-terriers, gallos de pelea y toda clase de animales, hasta
el punto de no contar con ningún instante de descanso. Así, cuando
alguien quería encontrar no importa qué cosa, para apostar en su
contra, siempre estaba dispuesto. Un día atrapó una rana, la llevó
a su casa y dijo que iba a educarla.(...)»
El
país recién nacido sentía admiración por las armas de fuego.
Aunque se aboliera la esclavitud tras la guerra civil norteamericana,
a los afroamericanos se les seguía tratando con menosprecio y
crueles adjetivos como negrata, que Mark Twain incluye en sus novelas
siendo fiel a la realidad que vive, y que hoy día sigue causando
mucha controversia por su sentido racista.
En lo que al idioma se refiere, existían ciertas modalidades de habla coloquial nacidas en las pequeñas comunidades apartadas de Norteamérica. Los niños de los pueblos hablaban extraños dialectos que aún no hay quien los entienda, pero Samuel sí que los entendía, porque él mismo había sido uno de esos niños asilvestrados criados en la más pura naturaleza. Ésta es la realidad que vivió y así la contó. Las desigualdades humanas, el dolor ajeno tantas veces invisible y degradado por el racismo o la ausencia de empatía, la enorme mortandad infantil que asolaba a la población, las enfermedades sin remedio por las que había perdido a algunos de sus hermanos y a su padre. Luego estaban los libros de moralidad cristiana: el puritanismo, la moral cristiana de los libros que Twain odiaba porque, como dijimos antes, siempre fue tirando a rebelde y liberal.
En
el Cuento del niño malo y su secuela, el Cuento del niño
bueno, podemos descubrir muchas realidades de aquel tiempo de
novedades y locuras. No falta la crítica mordaz bajo la piel de las
criaturas de Twain, como el malo de Jim que, al contrario de lo que
contaban los libros de moralidad cristiana, jamás era castigado por
sus fechorías:
«(…)
A Jim nada le hacía daño. Llegó al extremo de darle un taco de
tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con
la trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena y no se
equivocó ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su
padre, salió a cazar el sábado y no se voló tres o cuatro
dedos...(…)
(El
cuento del niño malo)»
Terrible
ese Jim..., ¿verdad?, y hay que leer el cuento hasta el final para
comprender que no iba en broma. En cambio, a los niños buenos como
Jacob, todo les salía mal, muy requetemal. No hay enseñanza moral
en estos cuentos del niño bueno y el niño malo, sino lo contrario,
son una declaración de guerra a la moralidad. Sólo hay que leer el
sangriento
apocalipsis del niño
bueno:
«(…)
A este muchacho siempre le iba mal. Nada le salía según decían los
libros de moral. Un día, dedicado a buscar niños malos para
sermonearlos, encontró unos cuantos en una fundición de hierro …
(…) Habían atado en larga procesión a quince perros y les habían
puesto tarros con dinamita pegados al lomo...(…) Todos los
muchachos malos salieron espantados, pero Jacob se incorporó con su
inocencia inconsciente y empezó a echar uno de esos discursos
moralistas que comienzan con “Oh, señor!” (...) Pero el tipo no
esperó a escuchar el resto. Tomó a Jacob por una oreja, le hizo dar
la vuelta y le pegó en la nalga con la palma de la mano; en un abrir
y cerrar de ojos, el buen muchachito, todo untado de pólvora,
estalló y salió como una bala por el tejado, derecho al sol, con
los fragmentos de esos quince perros colgándole detrás como la cola
de un cometa...»
(El
cuento del niño bueno).
Terrible,
sí, como con las moscas a las que daba vueltas en un bote para ver
cómo salían mareadas. Pero sigamos, porque Twain tuvo una vida
extraordinaria. Durante su formación como aprendiz de piloto en el
barco de vapor Pennsylvania, convenció a su hermano pequeño, Henry,
para que trabajase con él, pero lo que podía ser una gran
experiencia finalizó el 21 de junio de 1858 con una explosión que
causó la muerte de Henry. ¿Es posible que a raíz de esta tragedia
fraguara Twain el cuento del niño bueno?, quién sabe: puede que
Henry representase al inocente y buen Jacob volando por los aires,
acribillado, castigado injustamente por el azar de la vida. Se dice
que Mark Twain quería mucho a su hermano y se sintió responsable de
su muerte, la cual le afectó bastante según sus biógrafos deducen
por declaraciones suyas y cartas.
Tres años después de este triste suceso estalló la Guerra de Secesión o guerra civil que ya nombrábamos antes. Casi al final de la guerra Samuel se unió voluntario a un grupo de milicianos confederados. Después, en 1861, a su hermano Orion lo nombraron Secretario de Nevada y, como el mismo Samuel confiesa en su libro Pasando fatigas, se sentía muerto de envidia por la suerte de su hermano y, como era tan testarudo, no paró hasta conseguir que Orion le invitara a acompañarle.
Antes
de hacer el viaje, Twain pensaba:
«No
tardaría en estar a centenares y más centenares de kilómetros de
distancia, en llanuras y desiertos, en las montañas del oeste.
Contemplaría bisontes, vería indios, perros de las praderas,
ciervos. Intervendría en toda suerte de aventuras y aún, tal vez,
permitiría que le ahorcasen o arrancasen su pericráneo...»
(Pasando
fatigas)
En
este viaje, Orion le nombró “secretario del secretario”.
Recorrieron miles de kilómetros en diligencia por las profundas
tierras de Norteamérica: imaginaos, como en las viejas películas,
el polvo del camino entre los dientes, el traqueteo de las grandes
ruedas de madera de los carros sobre las piedras del camino, los
trancazos y golpes del carruaje a punto de descoyuntarse, las
interminables jornadas bajo el sol, la arena y las rocas, el esfuerzo
de los bravos caballos que galopaban al unísono y tiraban de la
diligencia a través de las Grandes Llanuras y las Montañas Rocosas.
Al
llegar a Virginia, a Twain se le ocurrió hacerse rico. ¿Y por qué
no? ¡Eran los tiempos de la fiebre del oro (o de la plata)!
«El
ferrocarril del Pacífico estaba en la nada en aquella época dorada.
No existía ni un solo carril. Mi proyecto era estar en Nevada
únicamente tres meses, ver allí todo lo fuera de lo corriente y
regresar a mi casa y a mi trabajo. No tenía la menor idea de que
aquellos tres meses de solaz se convertirían en seis o siete años
interminables. Estuve soñando toda la noche con pieles rojas,
planicies y lingotes de plata.»
Twain
no consiguió hacerse rico, pero la
aventura le proporcionó
materia prima para el disparatado
relato La célebre rana saltarina del
distrito de Calaveras. En
1865, el semanario neoyorkino The Saturday Press publicó
este
cuento con el
que cosecharía
un éxito inmediato. A
medio camino entre la hilaridad y la crueldad,
ingenuo y caricaturesco como
muchos de esa época en que
la literatura americana aún andaba por detrás de la europea,
«la
rana»
tiene momentos brillantes,
aunque para entender
la
chirigotada es imprescindible
leerla completa
y entrar en situación
al estilo
de «cómo
un apostador compulsivo adoctrina
a una rana para convertirla en su fuente de ingresos o
hace tragar plomo a la de su contrincante para que ésta pese tanto
que no pueda ni moverse».
«Fíjese,
yo lo vi colocar a Daniel Webster sobre el piso –Daniel Webster era
el nombre de la rana –y preguntarle: “¿Las moscas, Dan, las
moscas?” Y antes de que usted pudiera hacer un guiño, ella daba un
salto y engullía una mosca aquí, sobre el mostrador, volvía a
saltar al suelo como una pelota de barro, y se rascaba después la
cabeza con una de las patas traseras, con una actitud tan indiferente
que parecía que no tuviese la menor idea de lo que había hecho,
como si creyese que cualquier otra rana podía hacerlo.»
(La
célebre rana saltarina del distrito de Calaveras, 1865)
Desde
1863 Samuel Clemens comenzó a firmar como Mark Twain
–ya sabéis, dos brazas de profundidad, fui
piloto de barcos de vapor, y soy el no va más.
El
Sacramento Union le
contrató
como reportero de viajes.
Viajó
a
Hawai, después fue
corresponsal en
Europa y
Oriente Medio. Sobre
estos viajes escribió el
libro Los inocentes
en el extranjero, publicado en
1869. Allí
conoció
a Olivia Langdon, hermana de su mejor amigo, se enamoraron
y se casaron.
El
escritor José Joaquín Blanco,en
su artículo “Mark
Twain: El grado dos de la escritura”,
plantea la
teoría de que Twain se
sintiese
atraído e influenciado por
la escritura de Dickens y que esta
influencia le hiciese
cambiar en cierto modo hacia
la temática de sus posteriores
escritos. Según
esta teoría, obras como
David Coperfield y
Oliver Twist pudieron
proporcionar a Twain la idea
de escribir sobre su
infancia y perpetrar así sus mejores obras: Tom Sawyer
y Huckleberry Finn:
«El
27 de diciembre de 1867, en Nueva York, como parte de su gira por los
Estados Unidos, sin advertirlo, Charles Dickens puso un huevo. Entre
el público se hallaba un solterón de treinta y dos años, quien
había aprovechado la oportunidad de la conferencia del célebre
autor de Los papeles póstumos del Club Pickwick y Oliver Twist para
invitar a salir a una jovencita con la que terminaría casándose en
1870, y a quien quiso de tal modo que escribió, a su muerte en 1904,
el siguiente epitafio: “Ahí donde ella estaba, estaba el paraíso”
(Diario de Adán).»
José
Joaquín Blanco, “Mark Twain: El grado dos de la escritura”.
Algunos
años
después,
el
amor de
Olivia
y
el
talento imaginativo de
Twain dieron
grandes frutos.
La
vida familiar
transformó al
pícaro Samuel
en
un orgulloso padre
de tres niñas (su hijo varón
falleció al año y medio de edad).
En
este ambiente acomodado escribió
algunas
de sus
más
importantes obras: Tom Sawyer (1876)
y
Huckleberry Finn (1884),
referentes de la Literatura norteamericana. Pero hay más, como Un yanki en la corte del rey Arturo, Príncipe y Mendigo, mucho más, que nos dejamos por hoy...
CONTINUARÁ...
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