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MARK TWAIN: ÉRASE UNA VEZ NORTEAMÉRICA





«Obtén primero los hechos, entonces los puedes distorsionar como quieras. »


«La acción habla más fuerte que las palabras, pero ni de cerca tan a menudo.»


Mark Twain.


Es cierto que en los últimos doscientos años han sucedido cosas extraordinarias. Descubrimientos científicos y avances tecnológicos han transformado la vida de millones de seres humanos. En lo que a Literatura se refiere los siglos XIX y XX han sido prolijos en grandes escritores y es muy difícil llegar a conocerlos a todos, ni siquiera una ínfima parte de sus obras. Más aún, ésto se complica entre 1800 y 1960. Si apretamos un poco más la madeja, tenemos la evidencia de que no todos han llegado hasta nosotros en igualdad de tratamiento, y cuando digo ésto, me refiero a las escuelas y los libros de texto que nos forman en estas materias y también nos desinforman dándonos a cuentagotas lo que a ellos les interesa, y apartando lo que, según los criterios de quienes tienen en sus manos nuestra educación, no creen conveniente, ya sea por cuestiones religiosas u otras razones suyas..., que no nuestras.

 Mark Twain es uno de esos escritores rebeldes a los que en España no hemos conocido, exceptuando  sus dos famosas novelas Las aventuras de Tom Sawyer, y Las aventuras de Huckleberry Finn (su obra más perfeccionada en opinión de críticos americanos e ingleses). Apelo a que pongamos fin a este desconocimiento, y para ello os propongo navegar por su vida y obra, ambas muy interesantes.

De hecho, Twain fue coetáneo de grandes inventores y científicos, amigo de algunos de los más grandes, como  Nikola Tesla y Thomas Alva Edison. Con el primero existen interesantes anécdotas y algunas fotografías que documentan la buena amistad que compartieron, y de Edison hay un documento único por su valor histórico, esta filmación donde inmortalizó a Twain para la posteridad.


 https://youtu.be/mqaSOw1WhjI


Su nombre auténtico era Samuel Clemens. Nació en el año del cometa, 1835, en un pueblo llamado Hannibal, puerto fluvial del río Mississipi y perteneciente al estado de Misuri.
¿Os gustaría imaginároslo de niño? ¿Qué tal si recorremos con él la vieja Norteamérica que describe y caricaturiza en sus cuentos y novelas?
Pues imaginemos, vayamos a su infancia…

Estamos en 1846 y Samuel es un niño rebelde, asilvestrado, delgado, de ojos azules y pelo rubio, y pícaro como no podéis haceros una idea, travieso, hasta se diría que malo. Corre el siglo diecinueve y aún no ha tenido lugar la Guerra de Secesión que cambiará el mapa de Estados Unidos y, entre otras cosas, traerá la abolición de la esclavitud.
Los estados del sur, propiedad de los ricos terratenientes, son tierras fértiles regadas por generosos ríos y pobladas de magníficos bosques. Podemos imaginar viejos árboles centenarios como en la hacienda de los Doce robles en «Lo que el viento se llevó». En estas tierras se cultivan grandes plantaciones de algodón –el oro blanco de la época –; los blancos ricos viven en mansiones, los hombres negros son sus esclavos. No se han inventado la mayoría de las cosas que en el siglo XXI conoceremos: los Derechos Humanos, la mayoría de las vacunas, de las medicinas, en fin, todas esas cosas que hoy nos hacen la vida más fácil: los habitantes de Hannibal no saben lo que es la lavadora, ni lo que serán los automóviles ni los aviones comerciales y desconocen los dos inventos modernos que cambiarán el mundo para siempre ¡el váter con cisterna y el papel higiénico suave de doble capa!

Las familias de clase media se reúnen alrededor de la mesa o de la lumbre que crepita en la chimenea y, por la noche, a la luz de una lámpara de aceite o de unas velas, los papás tienen mucho que contarse y los peques aún más con lo que entretenerse, sobre todo si son traviesos como Samuel. Por ejemplo, a Samuel se le ocurre capturar un montón de moscas vivas, meterlas en un bote, darle vueltas y vueltas al bote, y luego, cuando las moscas están bien mareadas, las suelta para verlas volar. ¡Pobres moscas!, salen del bote, tontas perdidas, mareadas como si se hubieran bebido una copa de Vodka, y suben, bajan, hacen eses y espirales, caen en picado y se quedan panza arriba con las patas temblonas... ¡es para morirse de risa!

Samuel quiere ser pirata. Tiene once años. Su padre era el juez de paz de Hannibal, pero acaba de fallecer. Su madre aún vive. La madre de Samuel es una mujer fuerte, pero ha tenido un montón de hijos y casi la mitad han muerto por enfermedades, y como Samuel es testarudo y no puede estarse quieto, decide ayudarla. Por esa razón, abandona la escuela y empieza a trabajar de aprendiz de impresor en el periódico de su hermano mayor, que se llama Orion, como la constelación astronómica que representa el cinturón del cazador con tres estrellas muy brillantes en su centro a las que aquí llamamos las Tres Marías.

Hannibal es un pueblo pacífico donde nunca pasa nada…, hasta que aparece un barco en el horizonte, se aproxima y amarra en puerto. Eso sí que es un acontecimiento de increíbles proporciones.
Los barcos – imagina que los puedes ver frente a la ventana de tu habitación–, moviendo esas ruedas o aspas que giran, levantan y toman el agua y, como por arte de magia, la transforman en energía cuando la chimenea la expulsa ya convertida en vapor. ¡Puuu, puu! Suena la sirena y la ciudad flotante surca las aguas con cientos de pasajeros en su interior.
Esos barcos atraviesan el Mississipi y los conducen los pilotos. Para los niños como Samuel no puede haber nadie más importante que los pilotos. Son los héroes de los niños, porque no podéis imaginar lo complicado de maniobrar con acierto un barco de vapor, entre crecidas repentinas que impulsan peligrosas corrientes o descensos de caudal que levantan bancos de arena. ¿Y qué son los bancos de arena? Pues son trampas mortales, invisibles, terroríficas, tumbas perfectas para el que embarranque en ellos. «Vida en el Mississipi» es un hermoso libro donde, ya muy mayor, este niño rebelde que fue Samuel describe sus experiencias como piloto de barcos de vapor.

«De pronto, una película de humo negro aparece encima de uno de esos puntos remotos, al instante un carretero negro famoso por su buena vista y prodigiosa voz eleva un grito, ¡viene un vapor!, y la escena cambia. El borracho del pueblo se estira, los obreros se desperezan, sigue un furioso repiqueteo de carretas; cada casa y comercio vierte una contribución humana, y en un santiamén la ciudad muerta está viva y coleando.»
(Life on the Mississipi, 1883, Mark Twain)

Samuel todavía no se llamaba Mark Twain cuando veía llegar o salir los barcos al puerto de Hannibal, Samuel era sólo Samuel, un chico inteligente, tremendo como la tremenda mata de su pelo, aunque eso sí, tenía la cabeza llena de pájaros. De todo esto se acordaría más adelante...

«Llega un momento en la vida de todo chico normal en que siente un inmenso deseo de ir donde sea, en busca de un oculto tesoro». (Las aventuras de Tom Sawyer, 1876)

Ya de muy joven sintió vocación por la escritura y sus primeros relatos se publicaron en el Hannibal Journal, el periódico de Orion. Samuel quería viajar. Desde los dieciocho años estuvo trabajando como tipógrafo, lo que le ayudó a conocer ciudades como San Luis, Cincinnati, Filadelfia y Nueva York. Aunque no había terminado la escuela, sabía hacer muchas cosas, porque la escuela de la vida también enseña mucho a aquellos que desean aprender y se esfuerzan: Samuel leía muchos libros, visitaba todas las bibliotecas, era autodidacta y quería ser aventurero e investigador de la vida salvaje, por lo que se propuso la tarea de recorrer la selva amazónica.

Adiós mamá. Me voy al Amazonas. –Le dijo a su madre, que entendió que su hijo se iba a casa de un amigo. Así se despidió Samuel de ella y de su acogedora casa de Hannibal. Luego, de camino al Amazonas, donde pensaba ir en busca de fortuna y gloria como Indiana Johns, hizo parada en Nueva Orleans para embarcar en algún vapor con destino a Sudamérica, aunque pronto descubrió que no había ningún barco que allí fuese. A pesar del disgusto, se recuperó y sacó partido de esta contrariedad gracias al señor Bixby, piloto del “Paul Jones”, que dio a su vida un giro inesperado.

¡Al piloto nadie le tose, muchacho! –le dijo el experimentado marinero – ¿Cómo dices que te llamas? ¿Samuel? ¡Por todos los demonios! ¿Y dices que eres hijo del juez de paz?, ¡santo cielo! —añadió, observando al joven delgaducho de arriba a abajo. Luego carraspeó, succionó saliva y lanzó un esputo por la borda del barco con cierta violencia, adquirida por costumbre, a bocajarro y sin pestañear.





Bixby era uno de esos tipos legendarios que surcaban el Mississippi, pero Samuel no se arredraba fácilmente y con su desparpajo de niño malo hizo unas gárgaras ante la mirada atónita del viejo, y a continuación, emulándole, disparó un tremendo esputo verde por la borda, tan brutal que la fuerza de la ignición lo hizo volar como una bala de cañón. Mientras éste caía a las verdes aguas del río fundiéndose en ellas, el joven Samuel respondió al viejo irlandés con un acento sureño, altivo y grave:

Señor Bixby, quiere usted marcarse un farol, pero se equivoca conmigo. Yo soy capaz de lo que sea.

En este momento, Samuel le dirigió una mirada al experimentado piloto y sus ojos azules brillaron como estrellas –de embaucador, del niño malo que ya era Samuel mucho antes de ser Mark Twain –, y el señor Bixby, marinero de agua dulce que no se chupaba el dedo, accedió a llevarle como aprendiz de timonel a cambio de quinientos dólares, que le fue descontando de sus dos primeros sueldos. Le entregó un taco oscuro de tabaco de mascar que Samuel recogió sorprendido.

Toma, hijo: si quieres parecer un hombre, tendrás que mascar tabaco y dejar de hablar como un idiota. Ven, coge el timón y no nos hundas al primer movimiento o te parto el cráneo a puñetazos.

El Paul Jones navegaba precedido de una barcaza que sondeaba el río. A menudo, ante la proximidad de una zona peligrosa, el hombre de color se encargaba de echar la sonda al fondo de las verdes aguas donde nadaban peces tan grandes que parecían tiburones, alzaba la mano izquierda , y acto seguido, con un canto gutural de estómago y una voz masculina grave y armoniosa de cantor de jazz, anunciaba a los del barco:

¡Mark Twain! —Y extraía la pértiga del agua, mojada hasta donde marcaba la profundidad del río.

Cuando lo escuchó la primera vez, Samuel se volvió sorprendido hacia el señor Bixby.

¿Qué significa eso, señor?

El viejo estaba hurgándose los dientes con su navaja y le miró de arriba abajo.

Vaya, vaya, Samuel, acabas de defraudarme. Por tu cara de espabilado pensé que ya lo sabrías «TODO». Mark Twain significa que la profundidad del río no llega a dos brazas. ¿Tú sabes cuánto son dos brazas?

Claro, señor, cualquiera sabe eso.

Samuel levantó los brazos, los flexionó y apretó los puños para enseñarle a Bixby sus bíceps presumiendo de musculitos.

Ésto son dos brazas, señor.

Y claro, el señor Bixby se echó a reír haciéndose eco de la tontería.

¡Diablo de muchacho! ¡Ja, ja, ja, dije brazas, no brazos!

Y ya poniéndose muy serio, añadió:
«Dos brazas son tres metros con seis centímetros, así pues, debemos virar ahora mismo o embarrancaremos en un maldito banco de arena. Ya sabes lo que pasaría si tocáramos fondo, ¿o no?»

Samuel se convirtió en piloto de barco de vapor, profesión con la que tanto había soñado cuando era niño. Esta profesión la ejerció durante cuatro años. Cuando estalló la guerra de Secesión de los Estados Unidos y quedaron restringidas las navegaciones por el Mississipi, tuvo que dedicarse a otras cosas y ya no volvió nunca a pilotar uno de aquellos hermosos barcos.
Todavía eran tiempos de países y pueblos recién fundados; en Norteamérica eran tiempos de vaqueros, de pistolas y pistoleros, y de amantes de las peleas: peleas de perros, peleas de gallos, y duelos a pistolas como en las pelis...

Eran muy famosas las carreras, SÍ SEÑOR. En Norteamérica celebraban carreras continuamente. Estaban en pleno auge las de perros, caballos, mulas, ratones, caracoles, escarabajos, ranas, percebes fritos y gamusinos, y había unos extraños vendedores de ecos que recorrían el continente americano buscando el eco más extraño para completar sus colecciones alucinadas de ecos. Eran tiempos en los que un hombre con dinero podía comprar el eco de una montaña y hacerse el importante, pero luego venía otro hombre que había comprado un eco de cinco montañas y le bajaba los humos al primero. Este gran relato es una crítica mordaz al coleccionismo compulsivo. Hoy podríamos entender y traspolar su mensaje al consumismo materialista de nuestra sociedad, un tema bastante peliagudo para que, los que quieran, reflexionen…

«Se había propuesto iniciar una colección de ecos.
¿De qué? —pregunté.
De ecos, señor; de ecos. Primero compró un eco de Georgia. Era un eco de cuatro voces. Después compró uno de seis en Maryland. Hecho esto, tuvo la fortuna de encontrar uno de trece repeticiones en Maine. En Tennessee le vendieron muy barato uno de catorce, y se lo
vendieron barato porque necesitaba reparaciones, pues una parte de la roca de reflexión estaba partida y se había caído. Supuso que, mediante algunos millares de dólares, podría reconstruir la roca y elevarla para aumentar su poder de repetición.»
El vendedor de Ecos.

Además de estos pequeños vicios, en la vieja Norteamérica todo eran motivos para apostar. Algunos hacían auténticos disparates para ganar sus apuestas, y si tenían que hacer trampas, las hacían. Desde luego, tenían poca sensibilidad y los había más o menos brutos, cuestión que transpira bajo la caricatura bromista, como siempre, reflejada por Mark Twain en el cuento de La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras (1867):

«(…)Smiley tenía fox-terriers, gallos de pelea y toda clase de animales, hasta el punto de no contar con ningún instante de descanso. Así, cuando alguien quería encontrar no importa qué cosa, para apostar en su contra, siempre estaba dispuesto. Un día atrapó una rana, la llevó a su casa y dijo que iba a educarla.(...)»

El país recién nacido sentía admiración por las armas de fuego. Aunque se aboliera la esclavitud tras la guerra civil norteamericana, a los afroamericanos se les seguía tratando con menosprecio y crueles adjetivos como negrata, que Mark Twain incluye en sus novelas siendo fiel a la realidad que vive, y que hoy día sigue causando mucha controversia por su sentido racista.




En lo que al idioma se refiere, existían ciertas modalidades de habla coloquial nacidas en las pequeñas comunidades apartadas de Norteamérica. Los niños de los pueblos hablaban extraños dialectos que aún no hay quien los entienda, pero Samuel sí que los entendía, porque él mismo había sido uno de esos niños asilvestrados criados en la más pura naturaleza. Ésta es la realidad que vivió y así la contó. Las desigualdades humanas, el dolor ajeno tantas veces invisible y degradado por el racismo o la ausencia de empatía, la enorme mortandad infantil que asolaba a la población, las enfermedades sin remedio por las que había perdido a algunos de sus hermanos y a su padre. Luego estaban los libros de moralidad cristiana: el puritanismo, la moral cristiana de los libros que Twain odiaba porque, como dijimos antes, siempre fue tirando a rebelde y liberal.
En el Cuento del niño malo y su secuela, el Cuento del niño bueno, podemos descubrir muchas realidades de aquel tiempo de novedades y locuras. No falta la crítica mordaz bajo la piel de las criaturas de Twain, como el malo de Jim que, al contrario de lo que contaban los libros de moralidad cristiana, jamás era castigado por sus fechorías:

«(…) A Jim nada le hacía daño. Llegó al extremo de darle un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con la trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena y no se equivocó ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre, salió a cazar el sábado y no se voló tres o cuatro dedos...(…)
(El cuento del niño malo)»

Terrible ese Jim..., ¿verdad?, y hay que leer el cuento hasta el final para comprender que no iba en broma. En cambio, a los niños buenos como Jacob, todo les salía mal, muy requetemal. No hay enseñanza moral en estos cuentos del niño bueno y el niño malo, sino lo contrario, son una declaración de guerra a la moralidad. Sólo hay que leer el sangriento apocalipsis del niño bueno:

«(…) A este muchacho siempre le iba mal. Nada le salía según decían los libros de moral. Un día, dedicado a buscar niños malos para sermonearlos, encontró unos cuantos en una fundición de hierro … (…) Habían atado en larga procesión a quince perros y les habían puesto tarros con dinamita pegados al lomo...(…) Todos los muchachos malos salieron espantados, pero Jacob se incorporó con su inocencia inconsciente y empezó a echar uno de esos discursos moralistas que comienzan con “Oh, señor!” (...) Pero el tipo no esperó a escuchar el resto. Tomó a Jacob por una oreja, le hizo dar la vuelta y le pegó en la nalga con la palma de la mano; en un abrir y cerrar de ojos, el buen muchachito, todo untado de pólvora, estalló y salió como una bala por el tejado, derecho al sol, con los fragmentos de esos quince perros colgándole detrás como la cola de un cometa...»
(El cuento del niño bueno).

Terrible, sí, como con las moscas a las que daba vueltas en un bote para ver cómo salían mareadas. Pero sigamos, porque Twain tuvo una vida extraordinaria. Durante su formación como aprendiz de piloto en el barco de vapor Pennsylvania, convenció a su hermano pequeño, Henry, para que trabajase con él, pero lo que podía ser una gran experiencia finalizó el 21 de junio de 1858 con una explosión que causó la muerte de Henry. ¿Es posible que a raíz de esta tragedia fraguara Twain el cuento del niño bueno?, quién sabe: puede que Henry representase al inocente y buen Jacob volando por los aires, acribillado, castigado injustamente por el azar de la vida. Se dice que Mark Twain quería mucho a su hermano y se sintió responsable de su muerte, la cual le afectó bastante según sus biógrafos deducen por declaraciones suyas y cartas.

Tres años después de este triste suceso estalló la Guerra de Secesión o guerra civil que ya nombrábamos antes. Casi al final de la guerra Samuel se unió voluntario a un grupo de milicianos confederados. Después, en 1861, a su hermano Orion lo nombraron Secretario de Nevada y, como el mismo Samuel confiesa en su libro Pasando fatigas, se sentía muerto de envidia por la suerte de su hermano y, como era tan testarudo, no paró hasta conseguir que Orion le invitara a acompañarle.
Antes de hacer el viaje, Twain pensaba:

«No tardaría en estar a centenares y más centenares de kilómetros de distancia, en llanuras y desiertos, en las montañas del oeste. Contemplaría bisontes, vería indios, perros de las praderas, ciervos. Intervendría en toda suerte de aventuras y aún, tal vez, permitiría que le ahorcasen o arrancasen su pericráneo...»
(Pasando fatigas)

En este viaje, Orion le nombró “secretario del secretario”. Recorrieron miles de kilómetros en diligencia por las profundas tierras de Norteamérica: imaginaos, como en las viejas películas, el polvo del camino entre los dientes, el traqueteo de las grandes ruedas de madera de los carros sobre las piedras del camino, los trancazos y golpes del carruaje a punto de descoyuntarse, las interminables jornadas bajo el sol, la arena y las rocas, el esfuerzo de los bravos caballos que galopaban al unísono y tiraban de la diligencia a través de las Grandes Llanuras y las Montañas Rocosas.
Al llegar a Virginia, a Twain se le ocurrió hacerse rico. ¿Y por qué no? ¡Eran los tiempos de la fiebre del oro (o de la plata)!

«El ferrocarril del Pacífico estaba en la nada en aquella época dorada. No existía ni un solo carril. Mi proyecto era estar en Nevada únicamente tres meses, ver allí todo lo fuera de lo corriente y regresar a mi casa y a mi trabajo. No tenía la menor idea de que aquellos tres meses de solaz se convertirían en seis o siete años interminables. Estuve soñando toda la noche con pieles rojas, planicies y lingotes de plata.»

Twain no consiguió hacerse rico, pero la aventura le proporcionó materia prima para el disparatado relato La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras. En 1865, el semanario neoyorkino The Saturday Press publicó este cuento con el que cosecharía un éxito inmediato. A medio camino entre la hilaridad y la crueldad, ingenuo y caricaturesco como muchos de esa época en que la literatura americana aún andaba por detrás de la europea, «la rana» tiene momentos brillantes, aunque para entender la chirigotada es imprescindible leerla completa y entrar en situación al estilo de «cómo un apostador compulsivo adoctrina a una rana para convertirla en su fuente de ingresos o hace tragar plomo a la de su contrincante para que ésta pese tanto que no pueda ni moverse».

«Fíjese, yo lo vi colocar a Daniel Webster sobre el piso –Daniel Webster era el nombre de la rana –y preguntarle: “¿Las moscas, Dan, las moscas?” Y antes de que usted pudiera hacer un guiño, ella daba un salto y engullía una mosca aquí, sobre el mostrador, volvía a saltar al suelo como una pelota de barro, y se rascaba después la cabeza con una de las patas traseras, con una actitud tan indiferente que parecía que no tuviese la menor idea de lo que había hecho, como si creyese que cualquier otra rana podía hacerlo.»
(La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras, 1865)

Desde 1863 Samuel Clemens comenzó a firmar como Mark Twain –ya sabéis, dos brazas de profundidad, fui piloto de barcos de vapor, y soy el no va más.
El Sacramento Union le contrató como reportero de viajes. Viajó a Hawai, después fue corresponsal en Europa y Oriente Medio. Sobre estos viajes escribió el libro Los inocentes en el extranjero, publicado en 1869. Allí conoció a Olivia Langdon, hermana de su mejor amigo, se enamoraron y se casaron. El escritor José Joaquín Blanco,en su artículo “Mark Twain: El grado dos de la escritura”, plantea la teoría de que Twain se sintiese atraído e influenciado por la escritura de Dickens y que esta influencia le hiciese cambiar en cierto modo hacia la temática de sus posteriores escritos. Según esta teoría, obras como David Coperfield y Oliver Twist pudieron proporcionar a Twain la idea de escribir sobre su infancia y perpetrar así sus mejores obras: Tom Sawyer y Huckleberry Finn:

«El 27 de diciembre de 1867, en Nueva York, como parte de su gira por los Estados Unidos, sin advertirlo, Charles Dickens puso un huevo. Entre el público se hallaba un solterón de treinta y dos años, quien había aprovechado la oportunidad de la conferencia del célebre autor de Los papeles póstumos del Club Pickwick y Oliver Twist para invitar a salir a una jovencita con la que terminaría casándose en 1870, y a quien quiso de tal modo que escribió, a su muerte en 1904, el siguiente epitafio: “Ahí donde ella estaba, estaba el paraíso” (Diario de Adán).»
José Joaquín Blanco, “Mark Twain: El grado dos de la escritura”.


Algunos años después, el amor de Olivia y el talento imaginativo de Twain dieron grandes frutos. La vida familiar transformó al pícaro Samuel en un orgulloso padre de tres niñas (su hijo varón falleció al año y medio de edad). 




En este ambiente acomodado escribió algunas de sus más importantes obras: Tom Sawyer (1876) y Huckleberry Finn (1884), referentes de la Literatura norteamericana. Pero hay más, como Un yanki en la corte del rey Arturo, Príncipe y Mendigo, mucho más, que nos dejamos por hoy...

CONTINUARÁ...

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