"La belleza exterior no es más que el encanto de un instante. La apariencia del cuerpo no siempre es el reflejo del alma". George Sand.
Ya
sabéis lo mucho que disfrutamos y aprendemos de estos escritores del
pasado, que siguen siendo importantes para nosotros porque
traspasaron fronteras, porque tuvieron repercusión no solo en sus
países de origen, sino mundialmente, y aquí siguen, despertando
mucho interés y revuelo cada vez que alguien los menciona.
Hija
de un aristócrata y una humilde trabajadora sombrerera, George Sand
nació en París en 1804.
Su
auténtico nombre era Amantine-Aurore-Lucile Dupin y,
por título nobiliario la baronesa de Dudevant.
En
su magnífica autobiografía titulada Historia de
mi vida narra
las dificultades a las que sus padres tuvieron que hacer frente para
casarse
debido
al rechazo de la familia paterna.
Al
respecto,
explica:
“Vine al mundo como hija legítima,
lo cual por cierto no hubiera podido ocurrir si mi padre no hubiese
ignorado decididamente los prejuicios de su familia (y esto también
fue una suerte, porque sin ese requisito mi abuela no se hubiera
ocupado de mí con tanto amor tiempo después y me habría encontrado
despojada del pequeño caudal de ideas y conocimientos que ha sido mi
consuelo en los momentos decisivos de mi vida”.
Desde
bien pequeñita,
Aurora
desarrolló
un sentido de la libertad poco
común en una niña de su clase social, una rebeldía
que la llevó a experimentar,
a
romper con
las normas
establecidas.
Porque
es verdad que en aquella época
las
convicciones y los estereotipos
la relegaban, como al resto de las mujeres –y
a pesar de su privilegiada posición –,
a los típicos roles femeninos.
Así
luchó toda su vida
contra
lo establecido y a la vez también
contra sí misma, sin poder desprenderse del todo de
un equipaje de prejuicios y
diatribas
aprehendidas de las que debía ser casi imposible salir.
Así
cuenta, por
ejemplo:
“Me gusta la limpieza. Pero los
artificios femeninos siempre me parecieron inaguantables. Abstenerse
de trabajar para conservar unos ojos bellos, no corretear al sol
cuando el buen sol de Dios nos atrae irresistiblemente, no usar
zapatos cómodos por miedo a que se deforme el tobillo, llevar
guantes, es decir: renunciar al uso de la fuerza de las manos,
resignarse a una eterna torpeza, a una eterna flojedad, no cansarme
nunca cuando todo nos incita a hacerlo, en suma, vivir bajo una
campana para no quemarnos, resquebrajarnos ni marchitarnos antes de
tiempo: todo esto nunca lo pude hacer.”
George
Sand se vistió como un hombre, en
1832 se
otorgó
para sí misma
este pseudónimo
masculino para
dedicarse a la literatura. Fumó
puros, se
comportó casi como un hombre, formó
parte de las tertulias de los hombres, conoció,
conversó
y tuvo amistad con
importantes
personajes
de su tiempo, como Franz Liszt, Eugène Delacroix, Heinrich Heine,
Víctor Hugo, Julio Verne, Honoré de Balzac, Gustave Flaubert…,
escritores,
pintores, músicos, políticos... Se
saltó a la torera muchas cosas, pero
fue una mujer de fuertes convicciones.
Se
casó joven, tuvo dos hijos y
se
divorció. Coleccionó a
unos cuantos compañeros sentimentales, todos ellos artistas. Alfred
de Musset y
al
morir éste,
Frédéric Chopin se
convirtió en su compañero sentimental y
la acompañó al famoso y mal parado viaje de Un
invierno en Mallorca.
En
su obra figuran unos cincuenta cuentos, sesenta novelas, treinta
piezas de teatro y abundantes trabajos
literarios
de casi
toda
índole.
Destacan
su Historia de mi vida,
Indiana, Leila.
Sus
novelas
presentaban
heroínas románticas que, como ella misma,
impactaron
en la sociedad de su tiempo.
Existe
un gran documento a
mi humilde parecer,
que es
el
recuerdo que le
dedicó Dostoievski a su muerte. Es
un
testimonio
cercano,
directo e impagable del
gran
maestro
ruso,
que dice muchas cosas de George Sand
en dos artículos. Yo
lo encontré por Internet,
en
un archivo
PDF con el título: Páginas
críticas del Diario de un escritor. Traducido
del ruso y prologado por BERNARDO VERBITSKY. (Donde
además, el maestro habla de muchas otras cosas y escritores de su
tiempo. Es un documento único)
A
mí me gustó mucho, así que quiero compartir con vosotros un
poco de lo que ahí decía.
Creo que Dostoievski fue, en primer lugar, respetuoso, como
ella se merecía. Una reacción
bastante aleccionadora
para todos aquellos que tanto la despreciaron, pues
insultos de diferentes escritores (algunos de ellos de renombre
mundial)
se
vertieron hacia
su persona.
Pero
veamos lo que opinaba
el respetado y admirado
Dostoievski sobre Aurora
Dupin, para la literatura: George
Sand.
«Es
cierto que Senkovsky y Bulgarin pusieron en guardia al público
contra George Sand aun antes de la aparición de sus novelas en
idioma ruso. Asustaron especialmente a las damas rusas con que ella
usaba pantalones, quisieron atemorizar con la depravación, y
procuraron ridiculizarla. Senkovsky, disponiéndose él mismo a
traducir a George Sand para su revista "Biblioteca para la
lectura", comenzó a llamarle en letras de molde Señor Egor
Sand, y al parecer quedó seriamente satisfecho de su ingenio.
Ulteriormente, en el año 48, Bulgarin escribió en La Abeja del
Norte que ella se emborrachaba diariamente con Pierre Leroux en los
arrabales y que participaba en las noches atenienses en el Ministerio
del Interior, que daba el ministro, ese bandido de Ledru-Rollin. Yo
mismo lo he leído y lo recuerdo muy bien. Pero entonces, en el año
48, George Sand ya era conocida de todo el público lector y nadie
creía a Bulgarin. Ella apareció en idioma ruso aproximadamente por
la mitad del año treinta; lástima que no recuerdo cuál fue la
primera de sus obras ni en qué fecha se tradujo entre nosotros; pero
la admiración que produjo fue de todos modos considerable. Creo que
como a mí, todavía en la adolescencia, a todos sorprendió la
castidad, la elevada pureza manifestada en sus tipos y los ideales
que sustentaba y el encanto sobrio, el tono contenido del relato. ¡Y
esa mujer era la que llevaba pantalones y exhibía su depravación!
Tenía, yo creo, unos dieciséis años, cuando leí por primera vez
su novela "L'Uscoque", una de las más encantadoras entre
sus primeras producciones. Recuerdo que después pasé la noche en
estado febril. Creo no equivocarme si digo que George Sand, por
lo menos, según mis recuerdos, ocupó de inmediato el primer lugar
entre una pléyade de nuevos escritores de pronto destacados
ruidosamente en toda Europa. Hasta Dickens, que apareció entre
nosotros casi simultáneamente, debió tal vez ceder ante ella en la
atención de nuestro público. Ya no hablo de
Balzac, que apareció antes que ella y que dio por el año treinta
obras tales como Eugenia Grandet y El Viejo Goriot (y con quien fue
tan injusto Bielisnky que no advirtió en absoluto su importancia en
la literatura francesa). Por lo demás, yo digo todo esto no desde el
punto de vista de alguna estimación crítica, sino que lo recuerdo
simplemente a propósito del gusto de la masa de lectores rusos de
entonces, de la impresión inmediata que le causaban sus lecturas. Lo
principal era que el lector sabía extraer hasta de las novelas todo
aquello contra lo que se le quería preservar. Por lo menos entre
nosotros, hacia mediados del año cuarenta no ignoraba la mayoría de
los lectores que George Sand era uno de los representantes más
brillantes, más austeros, más probos, de aquella nueva clase de
hombres de Occidente que aparecieron comenzando por negar formalmente
las conquistas "positivas" con las que terminó su
actividad la sangrienta Revolución Francesa (más exactamente,
europea) de fines del pasado siglo.»
A continuación el
cuento «Las
señoritas»
de
George Sand.
GEORGE SAND: “LAS SEÑORITAS”
Les
demoiselles o señoritas del Berry nos parecen primas de las
milloraines normandas que el autor de La Normandie merveilleuse
describe como seres de estatura gigantesca. Se mantienen inmóviles y
su forma, poco definida, no permite reconocer ni sus miembros ni su
rostro. Cuando alguien se acerca a ellas, huyen dando una serie de
saltos irregulares muy rápidos.
Las
señoritas o damas blancas son de todos los países. No creo que sean
de origen galo, sino más bien de la Francia de la Edad Media. Sea
como fuere, contaré una de las leyendas más completas que he podido
recoger a propósito de ellas.
Un
gentilhombre del Berry, llamado Jean de la Selle, vivía el siglo
pasado en su castillo situado al fondo de los bosques de Villemort.
La zona, triste y salvaje, se alegra un poco en la linde con los
bosques, allí donde el terreno seco, plano y cubierto de robles, se
inclina hacia praderas que humedecen una serie de pequeños lagos hoy
mal cuidados.
Ya
en el tiempo del que hablamos, las aguas empapaban los prados del
señor de la Selle, dado que el buen gentilhombre no poseía
suficiente fortuna como para hacer sanear sus tierras. Poseía una
gran extensión, pero de escasa calidad y de pequeño rendimiento.
Sin
embargo, él vivía contento gracias a sus gustos modestos y a su
carácter tranquilo y jovial. Los campesinos de sus tierras y de los
alrededores lo tenían por un hombre de bondad extraordinaria y de
rara delicadeza. Decían de él, que antes de perjudicar lo más
mínimo a un vecino, fuera quien fuese, se dejaría quitar la camisa
del cuerpo y su caballo de entre las piernas.
Y
sucedió que, una tarde, el señor de la Selle, después de haber
estado en la feria de La Berthenoux para vender un par de bueyes,
regresaba por la linde del bosque, acompañado por su aparcero, el
alto Luneau, que era un hombre listo y entendido, y llevando sobre la
grupa flaca de su yegua gris la suma de seiscientas libras en grandes
escudos con la efigie de Luis XIV. Era el importe de los animales
vendidos.
Como
buen rústico que era, el señor de la Selle había comido bajo los
árboles y como no le agradaba beber solo, había hecho sentarse
junto a él a Luneau y le había servido vino del país como a él
mismo con el fin de hacerle sentirse cómodo dándole ejemplo. Hasta
tal punto que el vino, el calor, el cansancio de la jornada y sobre
todo, el trote cadencioso de la yegua, habían dormido al señor de
la Selle y llegó a su casa sin saber demasiado el tiempo que había
empleado ni el camino que había seguido. Era Luneau el que lo
conducía y Luneau lo había conducido bien puesto que llegaban sanos
y salvos; sus caballos no tenían ni un pelo mojado. El señor de la
Selle no se encontraba borracho. Nunca en su vida lo habían visto
perder el sentido. Por lo que, una vez que se quitó las botas, le
dijo a su sirviente que llevara la bolsa a su habitación; luego
estuvo charlando muy razonablemente con Luneau, le dio las buenas
noches y se marchó a dormir sin más demora. Pero, al día
siguiente, cuando abrió la bolsa para coger el dinero, sólo
encontró gruesos guijarros, y después de inútiles investigaciones,
se vio obligado a reconocer que le habían robado.
Luneau,
llamado y consultado, juró por su óleo y su bautismo, que había
visto el dinero bien contado en la bolsa, que él mismo había
cargado y atado sobre la grupa de la yegua. Juró igualmente por su
fe y su ley que no se había separado de su señor ni la anchura de
un caballo mientras recorrieron la carretera general. Pero confesó
que, una vez entrado en el bosque, se había sentido un poco pesado y
que podía haberse dormido sobre su montura por un espacio de un
cuarto de hora aproximadamente. Se había visto de repente junto a la
«Gâgne-aux-demoiselles» y a partir de ese momento no había
dormido más ni había encontrado a ningún cristiano.
-Bueno,
-dijo el señor de la Selle- algún ladrón se habrá burlado de
nosotros. Es más mi culpa que la tuya, mi pobre Luneau, y lo más
prudente es no darle más vueltas. La pérdida es sólo para mí
puesto que tú no llevas parte en la venta del ganado. Sabré cómo
arreglármelas aunque la cosa me fastidia un poco. Eso me enseñará
a no quedarme dormido mientras voy a caballo.
Luneau
quiso en vano hacerle sospechar de algunos cazadores furtivos
menesterosos del lugar.
-No,
no -respondió el noble rústico- no quiero acusar a nadie. Todas las
personas de la vecindad son personas decentes. No hablemos más de
ello. Tengo lo que me merezco.
-Pero
tal vez me deteste un poco, señor…
-¿Por
haberte quedado dormido? No, amigo mío; si te hubiera confiado la
bolsa estoy seguro de que te habrías mantenido despierto. Sólo me
culpo a mí mismo y, ¡caray! no tengo intención de castigarme
demasiado. Es suficiente con haber perdido el dinero, ¡salvemos al
menos el buen humor y el apetito!
-Sin
embargo, si me hiciera usted caso, señor, mandaría buscar en la
«Gâgne-aux-demoiselles».
-La
«Gâgne-aux-demoiselles» es una fosa cubierta de hierba que tiene
por lo menos medio cuarto de legua de longitud; remover todo ese
fango exigiría gran esfuerzo y además ¿qué encontraríamos en
ella? ¡El ladrón no habrá sido tan tonto como para sembrar allí
mis escudos!
-Usted
dirá lo que quiera, patrón, pero el ladrón no es tal vez como
usted imagina.
-¡Ah!
¡ah!, mi buen Luneau, ¿tú también crees que las señoritas son
espíritus malévolos que disfrutan jugando malas pasadas?
-No
sé nada, patrón, pero lo que sí sé muy bien es que estando allí
una mañana antes del amanecer con mi padre, las vimos como lo estoy
viendo a usted; y que cuando regresamos a casa asustados, no
llevábamos sombrero ni gorro en la cabeza, ni zapatos en los pies,
ni navajas en los bolsillos. ¡Son muy astutas! Dan la impresión de
marcharse pero, sin tocarte, te hacen perder todo lo que pueden y se
aprovechan, pues no se le vuelve a encontrar. Si estuviera en su
lugar mandaría que desecaran ese pantano. Su prado valdría más y
las señoritas se marcharían de ahí, pues todo hombre con sentido
común sabe que no les gusta lo seco y que van de una charca a otra,
de un estanque a otro, a medida que se les quita la bruma de la que
se alimentan.
-Amigo
Luneau, -respondió el señor de la Selle- secar el pantano sería,
sin duda, algo beneficioso para el prado. Pero, además de que se
necesitarían las seiscientas libras que he perdido, me lo pensaría
dos veces antes de desalojar a las señoritas. Y no es que crea en
ellas precisamente, pues no las he visto nunca, lo mismo que no creo
en ningún otro trasgo de la misma especie; pero mi padre sí creía
un poco, y mi abuela mucho. Cuando se hablaba de ellas mi padre
decía: «Dejad tranquilas a las señoritas, no le han hecho daño
nunca ni a mí ni a nadie», y mi abuela: «No atormentéis ni
conjuréis jamás a las señoritas; su presencia es un bien en una
propiedad y su protección trae buena suerte a una familia».
-Sí,
pero no lo han protegido de los ladrones -respondió Luneau moviendo
la cabeza.
Unos
diez años después de esta aventura, el señor de la Selle regresaba
de la misma feria de La Berthenoux, trayendo sobre la misma yegua
gris, ya bastante vieja pero trotando sin rechistar, una suma
equivalente a la que le habían robado de forma tan singular. En esta
ocasión iba solo, pues Luneau había fallecido unos meses atrás, y
nuestro gentilhombre no dormía cuando iba a caballo, habiendo
abjurado y definitivamente perdido esa nefasta costumbre.
Cuando
se encontró en la linde del bosque, a lo largo de la
«Gâgne-aux-demoiselles», que está situada en la parte baja de un
talud bastante elevado cubierto de matorral, de viejos árboles y de
grandes hierbas silvestres, el señor de la Selle se entristeció al
recordar a su pobre aparcero, que le hacía mucha falta, aunque su
hijo Jacques, alto y delgado como él, como él despierto y prudente,
hiciera todo lo posible por reemplazarlo. Pero no se reemplaza a los
viejos amigos, y el señor de la Selle se iba haciendo viejo también.
Tuvo ideas muy tristes, pero su buena conciencia las disipó pronto,
y se puso a silbar una melodía de caza diciéndose que en su vida y
en su muerte sería lo que Dios quisiera.
Cuando
estaba más o menos a la mitad de la longitud del pantano, se quedó
muy sorprendido al ver una forma blanca que hasta entonces había
tomado por una vedija de esos vapores que cubren las aguas
estancadas, cambiar de lugar, luego saltar y volar deshaciéndose
entre las ramas. Una segunda forma más sólida salió de entre los
juncos y siguió a la primera alargándose como un paño flotante;
luego una tercera, y otra, y otra más; y, a medida que pasaban por
delante del señor de la Selle, se transformaban en mujeres enormes,
vestidas con ropajes largos, pálidas, con cabellos canosos
arrastrándose más que revoloteando tras ellas, hasta el punto de
que no pudo quitarse de la cabeza que eran los fantasmas de los que
le habían hablado en su infancia. Entonces, olvidando lo que su
abuela le había recomendado que hiciera, hacer como que no las veía,
se puso a saludarlas como hombre bien educado que era. Las saludó a
todas y, cuando llegó a la séptima, que era la más alta y más
visible, no pudo reprimir decirle:
-Señorita,
soy su servidor.
Apenas
pronunció esta frase, la vieja señorita se encontró sentada a la
grupa detrás de él, abrazándolo con sus dos brazos fríos, como la
aurora, y la vieja yegua, aterrorizada, emprendió el galope,
llevando al señor de la Selle por medio del pantano.
Aunque
muy sorprendido, el buen gentilhombre no perdió la cabeza.
-Por
el alma de mi padre -pensó- yo no he hecho jamás mal a nadie y
ningún espíritu puede hacérmelo a mí.
Sujetó
su montura y la obligó a librarse del barro en el que se debatía,
mientras que la señorita parecía intentar retenerla allí y
hundirla en el fango.
El
señor de la Selle llevaba escopetas en su silla de montar, y se le
ocurrió utilizarlas; pero, considerando que tenía que vérselas con
un ser sobrenatural, y recordando que sus padres le habían
recomendado que no ofendiera nunca a las señoritas de agua, se
contentó con decirle a ésta con suavidad:
-Bella
dama, debería dejarme seguir mi camino, pues yo no he cruzado el
suyo para contrariarla, y si la he saludado, no es por burla, sino
por cortesía. Si desea oraciones o misas, hágame saber su deseo y,
palabra de gentilhombre, que las tendrá.
Entonces,
el señor de la Selle oyó por encima de su cabeza una voz extraña
que decía:
-Manda
decir tres misas por el alma de Luneau, y vete en paz.
Al
instante la figura del fantasma se desvaneció, la yegua volvió a
ser dócil y el señor de la Selle regresó a su casa sin más
problemas.
Pensó
que había tenido una visión, pero no por ello dejó de encargar las
tres misas. Mas ¡cuál no sería su sorpresa cuando, al abrir la
bolsa, encontró además del dinero que había recibido en la feria
en esta ocasión, las seiscientas libras en escudos con la efigie del
rey de hacía diez años!
Alguien
dijo que Luneau, arrepintiéndose a la hora de su muerte, había
encargado a su hijo de esta restitución, y que éste, para no
manchar la reputación de su padre, se lo había encargado a las
señoritas…. El señor de la Selle no permitió jamás una palabra
contra la honradez del difunto y cuando se hablaba de estas cosas sin
respeto en su presencia, acostumbraba a decir:
-El
hombre no puede explicarlo todo. Tal vez sea mejor para él vivir sin
reproche que sin creencias.
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Interesante información amiga.
ResponderEliminarGracias por compartir.
Saludos
Muchas gracias por leer y comentar. Saludos, Hilario.
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