Scott Fitzgerald
El extraño caso de Benjamin Button
I.
Hasta
1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Hoy, según me dicen,
los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros
llantos del recién nacido deben ser emitidos en la atmósfera
aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante.
Así que el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años
a la moda cuando decidieron, un día de verano de 1860, que su primer
hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo tuvo
alguna influencia en la asombrosa historia que estoy a punto de
referirles.
Les contaré lo que ocurrió, y dejaré que juzguen
por sí mismos.
Los Button gozaban de una posición envidiable,
tanto social como económica, en el Baltimore de antes de la guerra.
Estaban emparentados con ésta o aquella familia, lo que, como todo
sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la inmensa
aristocracia que habitaba La Confederación. Era su primera
experiencia en lo que atañe a la antigua y encantadora costumbre de
tener hijos: naturalmente, el señor Button estaba nervioso. Confiaba
en que fuera un niño, para poder mandarlo a la Universidad de Yale,
en Connecticut, institución en la que el propio señor Button había
sido conocido durante cuatro años con el apodo, más bien obvio, de Cuello duro.
La mañana de septiembre consagrada al
extraordinario acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se
vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de
Baltimore hasta el hospital, donde averiguaría si la oscuridad de la
noche había traído en su seno una nueva vida.
A unos cien
metros de la Clínica Maryland para Damas y Caballeros vio al doctor
Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal
restregándose las manos como si se las lavara —como todos los
médicos están obligados a hacer, de acuerdo con los principios
éticos, nunca escritos, de la profesión.
El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.
El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, echó a correr hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que se esperaría de un caballero del Sur, hijo de aquella época pintoresca.
—Doctor Keene —llamó—. ¡Eh,
doctor Keene!
El doctor lo oyó, se volvió y se paró a
esperarlo, mientras una expresión extraña se iba dibujando en su
severa cara de médico a medida que el señor Button se
acercaba.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el señor Button,
respirando con dificultad después de su carrera—. ¿Cómo ha ido
todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido?
¿Qué…?
—Serénese —dijo el doctor Keene ásperamente.
Parecía algo irritado.
—¿Ha nacido el niño? —preguntó
suplicante el señor Button.
El doctor Keene frunció el
entrecejo.
—Diantre, sí, supongo…, en cierto modo —y
volvió a lanzarle una extraña mirada al señor Button.
—¿Mi
mujer está bien?
—Sí.
—¿Es niño o niña?
—¡Y
dale! —gritó el doctor Keene en el colmo de su irritación—. Le
ruego que lo vea usted mismo. ¡Es indignante! —la última palabra
cupo casi en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—:
¿Usted cree que un caso como éste mejorará mi reputación
profesional? Otro caso así sería mi ruina… la ruina de
cualquiera.
—¿Qué pasa? —preguntó el señor Button,
aterrado—. ¿Trillizos?
—¡No, nada de trillizos! —respondió
el doctor, cortante—. Puede ir a verlo usted mismo. Y buscarse otro
médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y he sido el médico de
su familia durante cuarenta años, pero he terminado con usted. ¡No
quiero verle ni a usted ni a nadie de su familia nunca más!
¡Adiós!
Se volvió bruscamente y, sin añadir palabra, subió
a su faetón, que lo esperaba en la calzada, y se alejó muy
serio.
El señor Button se quedó en la acera, estupefacto y
temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia había
ocurrido? De repente había perdido el más mínimo deseo de entrar
en la Clínica Maryland para Damas y Caballeros. Pero, un instante
después, haciendo un terrible esfueFZo, se obligó a subir las
escaleras y cruzó la puerta principal.
Había una enfermera
sentada tras una mesa en la penumbra opaca del vestíbulo. Venciendo
su vergüenza, el señor Button se le acercó.
—Buenos días
—saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.
—Buenos
días. Soy… Soy el señor Button.
Una expresión de horror se
adueñó del rostro de la chica, que se puso en pie de un salto y
pareció a punto de salir volando del vestíbulo: se dominaba gracias
a un esfuerzo ímprobo y evidente.
—Quiero ver a mi hijo —dijo
el señor Button.
La enfermera lanzó un débil grito.
—¡Por
supuesto! —gritó histéricamente—. Arriba. Al final de las
escaleras. ¡Suba!
Le señaló la dirección con el dedo, y el
señor Button, bañado en sudor frío, dio media vuelta, vacilante, y
empezó a subir las escaleras. En el vestíbulo de arriba se dirigió
a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.
—Soy
el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi…
¡Clanc!
La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las
escaleras. ¡Clanc! ¡Clanc! Empezó un metódico descenso, como si
participara en el terror general que había desatado aquel
caballero.
—¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi
gritaba. Estaba a punto de sufrir un ataque.
¡Clanc! La
palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recuperó el
control de sí misma y lanzó al señor Button una mirada de
auténtico desprecio.
—De acuerdo, señor Button —concedió
con voz sumisa—. Muy bien. ¡Pero si usted supiera cómo estábamos
todos esta mañana! ¡Es algo sencillamente indignante! Esta clínica
no conservará ni sombra de su reputación después de…
—¡Rápido!
—gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más
esta situación!
—Venga entonces por aquí, señor Button. Se
arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo
llegaron a una sala de la que salía un coro de aullidos, una sala
que, de hecho, sería conocida en el futuro como la «sala de los
lloros». Entraron. Alineadas a lo largo de las pareces había media
docena de cunas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con una
etiqueta pegada en la cabecera.
—Bueno —resopló el señor
Button—. ¿Cuál es el mío?
—Aquél —dijo la
enfermera.
Los ojos del señor Button siguieron la dirección
que señalaba el dedo de la enfermera, y esto es lo que vieron:
envuelto en una voluminosa manta blanca, casi saliéndose de la cuna,
había sentado un anciano que aparentaba unos setenta años. Sus
escasos cabellos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga
barba color humo que ondeaba absurdamente de acá para allá,
abanicada por la brisa que entraba por la ventana. El anciano miró
al señor Button con ojos desvaídos y marchitos, en los que acechaba
una interrogación que no hallaba respuesta.
—¿Estoy loco?
—tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿O
la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?
—A
nosotros no nos parece ninguna broma —replicó la enfermera
severamente—. Y no sé si usted está loco o no, pero lo que es
absolutamente seguro es que ése es su hijo.
El sudor frío se
duplicó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, y volvió a
abrirlos, y miró. No era un error: veía a un hombre de setenta
años, un recién nacido de setenta años, un recién nacido al que
las piernas se le salían de la cuna en la que descansaba.
El
anciano miró plácidamente al caballero y a la enfermera durante un
instante, y de repente habló con voz cascada y vieja:
—¿Eres
mi padre? —preguntó.
El señor Button y la enfermera se
llevaron un terrible susto.
—Porque, si lo eres —prosiguió
el anciano quejumbrosamente—, me gustaría que me sacaras de este
sitio, o, al menos, que hicieras que me trajeran una mecedora
cómoda.
—Pero, en nombre de Dios, ¿de dónde has salido?
¿Quién eres tú? —estalló el señor Button exasperado.
—No
te puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz
quejumbrosa—, porque sólo hace unas cuantas horas que he nacido.
Pero mi apellido es Button, no hay duda.
—¡Mientes! ¡Eres un
impostor!
El anciano se volvió cansinamente hacia la
enfermera.
—Bonito modo de recibir a un hijo recién nacido
—se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca,
¿quiere?
—Se equivoca, señor Button —dijo severamente la
enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación de la
mejor manera posible. Nos vemos en la obligación de pedirle que se
lo lleve a casa cuanto antes: hoy, por ejemplo.
—¿A casa?
—repitió el señor Button con voz incrédula.
—Sí, no
podemos tenerlo aquí. No podemos, de verdad. ¿Comprende?
—Yo
me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Menudo sitio!
Vamos, el sitio ideal para albergar a un joven de gustos tranquilos.
Con todos estos chillidos y llantos, no he podido pegar ojo. He
pedido algo de comer —aquí su voz alcanzó una aguda nota de
protesta— ¡y me han traído una botella de leche!
El señor
Button se dejó caer en un sillón junto a su hijo y escondió la
cara entre las manos.
—¡Dios mío! —murmuró,
aterrorizado—. ¿Qué va a decir la gente? ¿Qué voy a
hacer?
—Tiene que llevárselo a casa —insistió la
enfermera—. ¡Inmediatamente!
Una imagen grotesca se
materializó con tremenda nitidez ante ios ojos del hombre
atormentado: una imagen de sí mismo paseando por las abarrotadas
calles de la ciudad con aquella espantosa aparición renqueando a su
lado.
—No puedo hacerlo, no puedo —gimió.
La gente se
pararía a preguntarle, y ¿qué iba a decirles? Tendría que
presentar a ese… a ese septuagenario: «Éste es mi hijo, ha nacido
esta mañana temprano». Y el anciano se acurrucaría bajo la manta y
seguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas
atestadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el
señor Button deseó fervientemente que su hijo fuera negro), por
delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo
de ancianos…
—¡Vamos! ¡Cálmese! —ordenó la
enfermera.
—Mire —anunció de repente el anciano—, si cree
usted que me voy a ir casa con esta manta, se equivoca de medio a
medio.
—Los niños pequeños siempre llevan mantas.
Con
una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.
—¡Mire!
—dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han
preparado.
—Los
niños pequeños siempre llevan eso —dijo la enfermera
remilgadamente.
—Bueno —dijo el anciano—. Pues este niño
no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta manta pica. Me
podrían haber dado por los menos una sábana.
—¡Déjatela!
¡Déjatela! —se apresuró a decir el señor Button. Se volvió
hacia la enfermera—. ¿Qué hago?
—Vaya al centro y cómprele
a su hijo algo de ropa.
La voz del anciano siguió al señor
Button hasta el vestíbulo:
—Y un bastón, papá. Quiero un
bastón.
El señor Button salió dando un terrible portazo.
II.
—Buenos
días —dijo el señor Button, nervioso, al dependiente de la
mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.
—¿Qué
edad tiene su hijo, señor?
—Seis horas —respondió el señor
Button, sin pensárselo dos
veces.
—La sección de bebés
está en la parte de atrás. —Bueno, no creo… No estoy seguro de
lo que busco. Es… es un niño extraordinariamente grande.
Excepcionalmente… excepcionalmente grande.
—Allí puede
encontrar tallas grandes para bebés. —¿Dónde está la sección
de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando desesperadamente
de tema. Tenía la impresión de que el dependiente se había olido
ya su vergonzoso secreto. —Aquí mismo.
—Bueno… —el
señor Button dudó. Le repugnaba la idea de vestir a su hijo con
ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiera encontrar un traje de chico
grande, muy grande, podría cortar aquella larga y horrible barba y
teñir las canas: así conseguiría disimular los peores detalles, y
conservar algo de su dignidad, por no mencionar su posición social
en Baltimore.
Pero la búsqueda afanosa por la sección de
chicos fue inútil: no encontró ropa adecuada para el Button que
acababa de nacer. Roger Button le echaba la culpa a la tienda, claro
está… En semejantes casos lo apropiado es echarle la culpa a la
tienda.
—¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó
el dependiente con curiosidad.
—Tiene… dieciséis años.
—Ah,
perdone. Había entendido seis horas. Encontrará la sección de
jóvenes en el siguiente pasillo.
El señor Button se alejó con
aire triste. De repente se paró, radiante, y señaló con el dedo
hacia un maniquí del escaparate.
—¡Aquél! —exclamó—.
Me llevo ese traje, el que lleva el maniquí.
El dependiente lo
miró asombrado.
—Pero, hombre —protestó—, ése no es un
traje para chicos. Podría ponérselo un chico, sí, pero es un
disfraz. ¡También se lo podría
poner usted!
—Envuélvamelo
—insistió el cliente, nervioso—. Es lo que buscaba.
El
sorprendido dependiente obedeció.
De vuelta en la clínica, el
señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le
lanzó el paquete a su hijo.
—Aquí tienes la ropa —le
espetó.
El anciano desenvolvió el paquete y examinó su
contenido con mirada burlona.
—Me parece un poco ridículo —se
quejó—. No quiero que me conviertan en un mono de…
—¡Tú
sí que me has convertido en un mono! —estalló el señor Button,
feroz—. Es mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte
la ropa… o… o te pegaré.
Le costó pronunciar la última
palabra, aunque consideraba
que era lo que debía decir.
—De
acuerdo, padre —era una grotesca simulación de respeto filial—.
Tú has vivido más, tú sabes más. Como tú digas.
Como antes,
el sonido de la palabra «padre» estremeció violentamente al señor
Button. —Y date prisa.
—Me estoy dando prisa, padre.
Cuando
su hijo acabó de vestirse, el señor Button lo miró desolado. El
traje se componía de calcecines de lunares, leotardos rosa y una
blusa con cintutón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello
ondeaba la larga barba blanca, que casi llegaba a la cintura. No
producía buen efecto.
—¡Espera!
El señor Button empuñó
unas tijeras de quirófano y con tres rápidos tijeretazos cercenó
gran parte de la barba. Pero, a pesar de la mejora, el conjunto
distaba mucho de la perfección. La greña enmarañada que aún
quedaba, los ojos acuosos, los dientes de viejo, producían un raro
contraste con aquel traje tan alegre. El señor Button, sin embargo,
era obstinado. Alargó una mano.
—¡Vamos! —dijo con
severidad.
Su hijo le cogió de la mano confiadamente.
—¿Cómo
me vas a llamar, papi? —preguntó con voz temblorosa cuando salían
de la sala de los recién nacidos—. ¿Nene, a secas, hasta que
pienses un nombre mejor?
El señor Button gruñó.
—No sé
—respondió agriamente—. Creo que te llamaremos Matusalén.
III.
Incluso
después de que al nuevo miembro de la familia Button le cortaran el
pelo y se lo tiñeran de un negro desvaído y artificial, y lo
afeitaran hasta el punto de que le resplandeciera la cara, y lo
equiparan con ropa de muchachito hecha a la medida por un sastre
estupefacto, era imposible que el señor Button olvidara que su hijo
era un triste remedo de primogénito. Aunque encorvado por la edad,
Benjamín Button —pues este nombre le pusieron, en vez del más
apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un
metro y setenta y cinco centímetros. La ropa no disimulaba la
estatura, ni la depilación y el tinte de las cejas ocultaban el
hecho de que los ojos que había debajo estaban apagados, húmedos y
cansados. Y, en cuanto vio al recién nacido, la niñera que los
Button habían contratado abandonó la casa, sensiblemente
indignada.
Pero el señor Button persistió en su propósito
inamovible. Bejamin era un niño, y como un niño había que
tratarlo.
Al principio sentenció que, si a Benjamín no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamín, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.
Al principio sentenció que, si a Benjamín no le gustaba la leche templada, se quedaría sin comer, pero, por fin, cedió y dio permiso para que su hijo tomara pan y mantequilla, e incluso, tras un pacto, harina de avena. Un día llevó a casa un sonajero y, dándoselo a Benjamín, insistió, en términos que no admitían réplica, en que debía jugar con él; el anciano cogió el sonajero con expresión de cansancio, y todo el día pudieron oír cómo lo agitaba de vez en cuando obedientemente.
Pero no había duda de
que el sonajero lo aburría, y de que disfrutaba de otras diversiones
más reconfortantes cuando estaba solo. Por ejemplo, un día el señor
Button descubrió que la semana anterior había fumado muchos más
puros de los que acostumbraba, fenómeno que se aclaró días después
cuando, al entrar inesperadamente en el cuarto del niño, lo encontró
inmerso en una vaga humareda azulada, mientras Benjamín, con
expresión culpable, trataba de esconder los restos de un habano.
Aquello exigía, como es natural, una buena paliza, pero el señor
Button no se sintió con fuerzas para administrarla. Se limitó a
advertirle a su hijo que el humo frenaba el crecimiento.
El
señor Button, a pesar de todo, persistió en su actitud. Llevó a
casa soldaditos de plomo, llevó trenes de juguete, llevó grandes y
preciosos animales de trapo y, para darle veracidad a la ilusión que
estaba creando —al menos para sí mismo—, preguntó con
vehemencia al dependiente de la juguetería si el pato rosa
desteñiría si el niño se lo metía en la boca. Pero, a pesar de
los esfuerzos paternos, a Benjamín nada de aquello le interesaba. Se
escabullía por las escaleras de servicio y volvía a su habitación
con un volumen de la Enciclopedia Británica, ante el que podía
pasar absorto una tarde entera, mientras las vacas de trapo y el arca
de Noé yacían abandonadas en el suelo. Contra una tozudez
semejante, los esfuerzos del señor Button sirvieron de poco.
Fue
enorme la sensación que, en un primer momento, causó en Baltimore.
Lo que aquella desgracia podría haberles costado a los Button y a
sus parientes no podemos calcularlo, porque el estallido de la Guerra
Civil dirigió la atención de los ciudadanos hacia otros asuntos.
Hubo quienes, irreprochablemente corteses, se devanaron los sesos
para felicitar a los padres; y al fin se les ocurrió la ingeniosa
estratagema de decir que el niño se parecía a su abuelo, lo que,
dadas las condiciones de normal decadencia comunes a todos los
hombres de setenta años, resultaba innegable. A Roger Button y su
esposa no les agradó, y el abuelo de Benjamín se sintió
terriblemente ofendido.
Benjamín, en cuanto salió de la
clínica, se tomó la vida como venía. Invitaron a algunos niños
para que jugaran con él, y pasó una tarde agotadora intentando
encontrarles algún interés al trompo y las canicas. Incluso se las
arregló para romper, casi sin querer, una ventana de la cocina con
un tirachinas, hazaña que complació secretamente a su padre. Desde
entonces Benjamín se las ingeniaba para romper algo todos los días,
pero hacía cosas así porque era lo que esperaban de él, y porque
era servicial por naturaleza.
Cuando la hostilidad inicial de su
abuelo desapareció, Benjamín y aquel caballero encontraron un
enorme placer en su mutua compañía. Tan alejados en edad y
experiencia, podían pasarse horas y horas sentados, discutiendo como
viejos compinches, con monotonía incansable, los lentos
acontecimientos de la jornada. Benjamín se sentía más a sus anchas
con su abuelo que con sus padres, que parecían tenerle una especie
de temor invencible y reverencial, y, a pesar de la autoridad
dictatorial que ejercían, a menudo le trataban de usted.
Benjamín
estaba tan asombrado como cualquiera por la avanzada edad física y
mental que aparentaba al nacer. Leyó revistas de medicina, pero, por
lo que pudo ver, no se conocía ningún caso semejante al suyo. Ante
la insistencia de su padre, hizo sinceros esfuerzos por jugar con
otros niños, y a menudo participó en los juegos más pacíficos: el
fútbol lo trastornaba demasiado, y temía que, en caso de fractura,
sus huesos de viejo se negaran a soldarse.
Cuando cumplió cinco
años lo mandaron al parvulario, donde lo iniciaron en el arte de
pegar papel verde sobre papel naranja, de hacer mantelitos de colores
y construir infinitas cenefas. Tenía propensión a adormilarse, e
incluso a dormirse, en mitad de esas tareas, costumbre que irritaba y
asustaba a su joven profesora. Para su alivio, la profesora se quejó
a sus padres y éstos lo sacaron del colegio. Los Button dijeron a
sus amigos que el niño era demasiado pequeño.
Cuando cumplió
doce años los padres ya se habían habituado a su hijo. La fuerza de
la costumbre es tan poderosa que ya no se daban cuenta de que era
diferente a todos los niños, salvo cuando alguna anomalía curiosa
les recordaba el hecho. Pero un día, pocas semanas después de su
duodécimo cumpleaños, mientras se miraba al espejo, Benjamin hizo,
o creyó hacer, un asombroso descubrimiento. ¿Lo engañaba la vista,
o le había cambiado el pelo, del blanco a un gris acero, bajo el
tinte, en sus doce años de vida? ¿Era ahora menos pronunciada la
red de arrugas de su cara? ¿Tenía la piel más saludable y firme,
incluso con algo del buen color que da el invierno? No podía
decirlo. Sabía que ya no andaba encorvado y que sus condiciones
físicas habían mejorado desde sus primeros días de vida.
—¿Será
que…? —pensó en lo más hondo, o, más bien, apenas se atrevió
a pensar.
Fue a hablar con su padre.
—Ya soy mayor
—anunció con determinación—. Quiero ponerme pantalones
largos.
Su padre dudó.
—Bueno —dijo por fin—, no sé.
Catorce años es la edad adecuada para ponerse pantalones largos, y
tú sólo tienes doce.
—Pero tienes que admitir —protestó
Benjamin— que estoy muy grande para la edad que tengo.
Su
padre lo miró, fingiendo entregarse a laboriosos cálculos.
—Ah,
no estoy muy seguro de eso —dijo—. Yo era tan grande como tú a
los doce años.
No era verdad: aquella afirmación formaba parte
del pacto secreto que Roger Button había hecho consigo mismo para
creer en la normalidad de su hijo.
Llegaron por fin a un
acuerdo. Benjamin continuaría tiñéndose el pelo, pondría más
empeño en jugar con los chicos de su edad y no usaría las gafas ni
llevaría bastón por la calle. A cambio de tales concesiones,
recibió permiso para su primer traje de pantalones largos.
IV.
No
me extenderé demasiado sobre la vida de Benjamin Button entre los
doce y los veinte años. Baste recordar que fueron años de normal
decrecimiento. Cuando Benjamin cumplió los dieciocho estaba tan
derecho como un hombre de cincuenta; tenía más pelo, gris oscuro;
su paso era firme, su voz había perdido el temblor cascado: ahora
era más baja, la voz de un saludable barítono. Así que su padre lo
mandó a Connecticut para que hiciera el examen de ingreso en la
Universidad de Yale. Benjamin superó el examen y se convirtió en
alumno de primer curso.
Tres días después de matricularse
recibió una notificación del señor Hart, secretario de la
Universidad, que lo citaba en su despacho para establecer el plan de
estudios. Benjamin se miró al espejo: necesitaba volver a tintarse
el pelo. Pero, después de buscar angustiosamente en el cajón de la
cómoda, descubrió que no estaba la botella de tinte marrón. Se
acordó entonces: se le había terminado el día anterior y la había
tirado.
Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.
Estaba en apuros. Tenía que presentarse en el despacho del secretario dentro de cinco minutos. No había solución: tenía que ir tal y como estaba. Y fue.
—Buenos días —dijo el
secretario educadamente—. Habrá venido para interesarse por su
hijo.
—Bueno, la verdad es que soy Button —empezó a decir
Benjamin, pero el señor Hart lo interrumpió.
—Encantando de
conocerle, señor Button. Estoy esperando a su hijo de un momento a
otro.
—¡Soy yo! —explotó Benjamin—. Soy alumno de primer
curso.
—¿Cómo?
—Soy alumno de primero.
—Bromea
usted, claro.
—En absoluto.
El secretario frunció el
entrecejo y echó una ojeada a una ficha que tenía delante.
—Bueno,
según mis datos, el señor Benjamin Button tiene dieciocho
años.
—Esa edad tengo —corroboró Benjamin, enrojeciendo un
poco.
El secretario lo miró con un gesto de fastidio.
—No
esperará que me lo crea, ¿no?
Benjamín sonrió con un gesto
de fastidio.
—Tengo dieciocho años —repitió.
El
secretario señaló con determinación la puerta.
—Fuera
—dijo—. Vayase de la universidad y de la ciudad. Es usted un
lunático peligroso.
—Tengo dieciocho años.
El señor
Hart abrió la puerta.
—¡Qué ocurrencia! —gritó—. Un
hombre de su edad intentando matricularse en primero. Tiene dieciocho
años, ¿no? Muy bien le doy dieciocho minutos para que abandone la
ciudad.
Benjamin Button salió con dignidad del despacho, y
media docena de estudiantes que esperaban en el vestíbulo lo
siguieron intrigados con la mirada. Cuando hubo recorrido unos
metros, se volvió y, enfrentándose al enfurecido secretario, que
aún permanecía en la puerta, repitió con voz firme:
—Tengo
dieciocho años.
Entre un coro de risas disimuladas, procedente
del grupo de estudiantes, Benjamin salió.
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