ALGO
Hans Christian Andersen
—¡Quiero
ser algo! –decía el mayor de cinco hermanos –Quiero servir de
algo en este mundo. Si ocupo un puesto, por modesto que sea, que
sirva a mis semejantes, seré algo. Los hombres necesitan ladrillos.
Pues bien, si yo los fabrico haré algo real y positivo.
– Sí,
pero eso es muy poca cosa -replicó el segundo hermano. – Tu
ambición es muy humilde: es trabajo de peón, que una máquina puede
hacer. No, más vale ser albañil. Eso sí es algo, y yo quiero
serlo. Es un verdadero oficio. Quien lo profesa es admitido en el
gremio y se convierte en ciudadano, con su bandera propia y su casa
gremial. Si todo marcha bien, podré tener oficiales, me llamarán
maestro y mi mujer será la señora patrona. A eso llamo yo ser algo.
–¡Tonterías!
– intervino el tercero. – Ser albañil no es nada. Quedarás
excluido de los estamentos superiores, y en una ciudad hay muchos que
están por encima del maestro artesano. Aunque seas un hombre de
bien, tu condición de maestro no te librará de ser lo que llaman un
«patán». No, yo sé algo
mejor… seré arquitecto, seguiré por la senda del Arte, del
pensamiento, subiré hasta el nivel más alto en el reino de la
inteligencia. Habré de empezar desde abajo, sí; te lo digo sin
rodeos: comenzaré de aprendiz. Llevaré gorra, aunque estoy
acostumbrado a tocarme con sombrero de seda. Iré a comprar
aguardiente y cerveza para los oficiales y ellos me tutearán, lo
cual no me agrada, pero imaginaré que no es sino una comedia,
libertades propias de Carnaval.
Mañana,
es decir, cuando sea oficial, emprenderé mi propio camino sin
preocuparme de los demás. Iré a la academia a aprender dibujo y
seré arquitecto. Esto sí es algo. ¡Y mucho! Acaso me llamen
señoría y excelencia y me pongan, además, algún título delante y
detrás, y venga a edificar, como otros hicieron antes que yo. Y
entretanto iré construyendo mi fortuna. ¡Ese algo vale la pena!
—
Pues
eso que tú dices que es algo, se me antoja muy poca cosa y hasta te
diré que nada – dijo el cuarto hermano. – No quiero tomar
caminos trillados. No quiero ser un copista. Mi ambición es ser un
genio mayor que todos vosotros juntos. Crearé un estilo nuevo,
levantaré el plano de los edificios según el clima y los materiales
del país, haciendo que cuadren con su sentimiento nacional y la
evolución de la época, y les añadiré un piso, que será un zócalo
para el pedestal de mi gloria.
— ¿Y
si nada valen el clima y el material? – preguntó el quinto
hermano. – Sería bien sensible, pues no podrían hacer nada de
provecho. El sentimiento nacional puede engreírse y perder su valor;
la evolución de la época puede escapar de tus manos como se te
escapa la juventud. Ya veo que en
realidad ninguno de vosotros llegará a ser nada por mucho que lo
esperéis. Pero haced lo que os plazca. Yo no voy a imitaros; me
quedaré al margen para juzgar y criticar vuestras obras. En este
mundo todo tiene sus defectos; yo los descubriré y sacaré a la luz.
Esto será algo.
Así
lo hizo, y la gente decía de él: «Indudablemente, este hombre
tiene algo. Es una cabeza despejada. Pero no hace nada». Y, sin
embargo, por esto precisamente era algo.
Como
veis, esto no es más que un cuento, pero un cuento que nunca se
acaba, que empieza siempre de nuevo, mientras el mundo sea mundo.
¿Queréis
saber qué fue, a fin de cuentas, de los cinco hermanos? Escuchadme
bien, que es toda una historia:
El
mayor que fabricaba ladrillos observó que por cada uno recibía una
monedita y, aunque sólo fuera de cobre, reuniendo muchas de ellas se
obtenía un brillante escudo. Ahora bien, dondequiera que vayáis con
un escudo, a la panadería, a la carnicería o a la sastrería, se os
abre la puerta y sólo tenéis que pedir lo que os haga falta. He
aquí lo que sale de los ladrillos.
Los
hay que se rompen o desmenuzan, pero incluso de éstos se puede sacar
algo.
Una
pobre mujer llamada Margarita deseaba construirse una casa sobre el
malecón. El hermano mayor, que tenía un buen corazón aunque no
llegó a ser más que un sencillo ladrillero, le dio todos los
ladrillos rotos y unos pocos enteros por añadidura. La mujer se
construyó la casa con sus propias manos. Era muy pequeña; una de
las ventanas estaba torcida; la puerta era demasiado baja y el techo
de paja hubiera podido quedar mejor. Pero bien que mal, la casuca era
un refugio y, desde ella, se gozaba de una buena vista sobre el mar,
aquel mar cuyas furiosas olas se estrellaban contra el malecón
salpicando con sus gotas salobres la pobre choza, y tal como era,
ésta seguía en pie mucho tiempo después de la muerte de aquel que
había cocido los ladrillos.
El
segundo hermano conocía el oficio de albañil mucho mejor que la
pobre Margarita, pues lo había aprendido tal como se debe. Aprobado
su examen de oficial, se echó la mochila al hombro y entonó la
canción del artesano:
Joven
yo soy, y quiero correr mundo,
e
ir levantando casas por doquier,
cruzar
tierras, pasar el mar profundo,
confiado
en mi arte y mi valer.
Y
si a mi tierra regresara un día
atraído
por el amor que allí dejé,
alárgame
la mano, patria mía,
y
tú, casita que mía te llamé.
Y
así lo hizo. Regresó a la ciudad, ya en calidad de maestro, y
construyó casas y más casas, una junto a otra, hasta formar toda
una calle. Terminada ésta, que era muy bonita y realzaba el aspecto
de la ciudad, las casas edificaron para él una casita de su
propiedad. ¿Cómo pueden construir las casas? Pregúntaselo a ellas.
Si no te responden, lo hará la gente en su lugar, diciendo: «Sí,
es verdad, la calle le ha construido una casa». Era pequeña y de
pavimento de arcilla, pero bailando sobre él con su novia se volvió
liso y brillante; de cada piedra de la pared brotó una flor, con lo
que las paredes parecían cubiertas de preciosos tapices. Fueron una
linda casa y una pareja feliz.
La
bandera del gremio ondeaba en la fachada y los oficiales y aprendices
gritaban «¡Hurra por nuestro maestro!» Sí, señor, aquél llegó
a ser algo. Y murió siendo algo.
Vino
luego el arquitecto, el tercero de los hermanos que había empezado
de aprendiz llevando gorra y haciendo de mandadero, pero más tarde
había ascendido a arquitecto, tras los estudios en la Academia, y
fue honrado con los títulos de Señoría y Excelencia. Y si las
casas de la calle habían edificado una para el hermano albañil, a
la calle le dieron el nombre del arquitecto y la mejor casa fue suya.
Llegó a ser algo, sin duda alguna, con un largo título delante y
otro detrás. Sus hijos pasaban por ser de familia distinguida y,
cuando murió, su viuda fue una viuda de alto copete… y esto es
algo. Su nombre quedó en el extremo de la calle y como nombre de
calle siguió viviendo en labios de todos. Esto también es algo, sí
señor.
Siguió
después el genio, el cuarto de
los hermanos, el que pretendía idear algo nuevo, aparte del camino
trillado, y realzar los edificios con un piso más que debía
inmortalizarle. Pero se cayó de este piso y se rompió el cuello.
Eso sí, le hicieron un entierro solemnísimo, con las banderas de
los gremios, música, flores en la calle y elogios en el periódico;
en su honor se pronunciaron tres panegíricos, cada uno más largo
que el anterior, lo cual le habría satisfecho en extremo, pues le
gustaba mucho que hablaran de él. Sobre su tumba erigieron un
monumento, de un solo piso, es verdad, pero esto es algo.
El
cuarto hermano había muerto pues como sus tres hermanos mayores.
Pero el último, el razonador, sobrevivió a todos y en esto estuvo
en su papel, pues así pudo decir la última palabra, que es lo que a
él le interesaba. Como decía la gente, era la cabeza clara de la
familia. Pero le llegó también su hora, se murió y se presentó a
la puerta del cielo, por la cual se entra siempre de dos en dos. Y he
aquí que él iba de pareja con otra alma que deseaba entrar a su vez
y resultó ser la pobre vieja Margarita, la de la casa del malecón.
— De
seguro que será para realzar el contraste por lo que me han puesto
de pareja con esta pobre desdichada – dijo el razonador – .
¿Quién sois, abuelita? ¿Queréis entrar también? – le preguntó.
Inclinóse
la vieja lo mejor que pudo pensando que el que le hablaba era San
Pedro en persona.
— Soy
una mujer sencilla, sin familia, la vieja Margarita de la casita del
malecón.
— Ya,
¿y qué es lo que hicisteis allá abajo?
— Bien
poca cosa en realidad. Nada que pueda valerme la entrada aquí. Será
una gracia muy grande de Nuestro Señor si me admiten en el Paraíso.
— ¿Y
cómo fue que os marchasteis del mundo? – siguió preguntando él,
sólo por decir algo, pues le aburría la espera.
— La
verdad es que no lo sé. El último año lo pasé enferma y pobre. Un
día no tuve más remedio que levantarme y salir. Entonces me
encontré de repente en medio del frío y la helada. Seguramente no
pude resistirlo. Le contaré cómo ocurrió:
«Fue
un invierno muy duro, pero hasta entonces lo había aguantado. El
viento se calmó por unos días, aunque hacía un frío cruel, como
Vuestra Señoría debe saber. La capa de hielo entraba en el mar
hasta perderse de vista. Toda la gente de la ciudad había salido a
pasear sobre el hielo, a patinar, como dicen ellos, y a bailar, y
también creo que había música y merenderos. Yo lo oía todo desde
mi pobre cuarto, donde estaba acostada. Esto duró hasta el
anochecer. Había salido ya la luna, pero su luz era muy débil. Miré
al mar desde mi cama y entonces vi que de allí donde se tocan el
cielo y el mar subía una maravillosa nube blanca. Me quedé
mirándola y vi un punto negro en su centro, que crecía sin cesar;
entonces supe lo que aquello significaba – pues soy vieja y tengo
experiencia – aunque no es frecuente ver el signo. Yo lo conocí y
sentí espanto. Durante mi vida lo había visto dos veces. Sabía que
anunciaba una espantosa tempestad con una gran marejada que
sorprendería a todos aquellos desgraciados que allí estaban,
bebiendo, saltando y divirtiéndose. Toda la ciudad había salido,
viejos y jóvenes. ¿Quién podía prevenirlos si nadie veía el
signo ni se daba cuenta de lo que yo observaba? Sentí una angustia
terrible, y me entró una fuerza, un vigor, como hacía mucho tiempo
no había sentido. Salté de la cama y me fui a la ventana; no pude
ir más allá. Conseguí abrir los postigos y vi a muchas personas
que corrían y saltaban por el hielo. Vi las lindas banderitas. Oí
los hurras de los chicos y los cantos de los mozos y mozas. Todo era
bullicio y alegría, y mientras tanto, la blanca nube con el punto
negro iba creciendo por momentos. Grité con todas mis fuerzas, pero
nadie me oyó, pues estaban demasiado lejos. La tempestad no tardaría
en estallar, el hielo se resquebrajaría y haría pedazos, y todos
aquellos, hombres y mujeres, niños y mayores, se hundirían en el
mar sin salvación posible. Ellos no podían oírme y yo no podía ir
hasta ellos. ¿Cómo conseguir que viniesen a tierra? Dios Nuestro
Señor me inspiró la idea de pegar fuego a mi cama. Más valía que
se incendiara la casa, a que todos aquellos infelices pereciesen.
Encendí el fuego, vi la roja llama, salí a la puerta… pero allí
me quedé tendida, con las fuerzas agotadas. Las llamas se agrandaban
a mi espalda, saliendo por la ventana y por encima del tejado. Los
patinadores las vieron y acudieron corriendo en mi auxilio, pensando
que iba a morir abrasada. Todos vinieron al malecón. Los oí venir,
pero al mismo tiempo oí un estruendo en el aire, como el tronar de
muchos cañones. La ola de marea levantó el hielo y lo hizo pedazos,
pero la gente pudo llegar al malecón, donde
las chispas me caían encima. Todos estaban a salvo. Yo, en cambio,
no pude resistir el frío y el espanto, y por esto he venido aquí, a
la puerta del cielo. Dicen que está abierta para los pobres como yo.
Y ahora ya no tengo mi casa. ¿Qué le parece, me dejarán entrar?»
Entonces
se abrió la puerta del cielo y un ángel hizo entrar a la mujer. De
ésta cayó una brizna de paja, una de las que había en su cama
cuando la incendió para salvar a los que estaban en peligro. La paja
se transformó en oro, pero en un oro que crecía y echaba ramas que
se trenzaban en hermosos arabescos.
— ¿Ves?
– dijo el ángel al razonador – esto lo ha traído la pobre
mujer. Y tú, ¿qué traes? Nada, bien lo sé. No has hecho nada, ni
siquiera un triste ladrillo. Podrías volverte y, por lo menos, traer
uno. De seguro que estaría mal hecho siendo obra de tus manos,
aunque algo valdría la buena voluntad. Por desgracia, no puedes
volverte, y nada puedo hacer por ti.
Entonces,
aquella pobre alma, la mujer de la casita del malecón, intercedió
por él:
— Su
hermano me regaló todos los ladrillos y trozos con los que pude
levantar mi humilde morada. Fue un gran favor que me hizo. ¿No
servirían todos aquellos trozos como un ladrillo para él? Es una
gracia que pido. La necesita tanto, y puesto que estamos en el reino
de la gracia…
— Tu
hermano, a quien tú creías el de más cortos alcances – dijo el
ángel – aquel cuya honrada labor te parecía la más baja, te da
su óbolo celestial. No serás expulsado. Se te permitirá permanecer
ahí fuera, reflexionando y reparando tu vida terrenal; pero no
entrarás mientras no hayas hecho una buena acción.
— Yo
lo habría sabido decir mejor – pensó el pedante, pero no lo dijo
en voz alta, y esto ya es algo.
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