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Antonio Machado: EL ÚLTIMO VERSO











En éste artículo o ensayo, -llámese como se desee-, quise ofrecer mi particular visión de la faceta humana de Antonio Machado, a la vez que iba descubriendo las vicisitudes que atravesó en ciertos momentos de su vida, especialmente en los últimos años.

Doy gracias a Elena Marqués que me subió el artículo, lo corrigió  y compartió mi ilusión al hacerlo: gracias a Luisa Núñez y a Canal Literatura.

El artículo EL ÚLTIMO VERSO fue publicado en dos partes consecutivas. Este es el enlace de cada una de ellas, donde se pueden consultar las publicaciones originales:

canal-literatura.com/blog/zona-literaria/el-ultimo-verso-ii-por-maria-jose-marti-majomar/

http://canal-literatura.com/blog/zona-literaria/el-ultimo-verso-por-maria-jose-marti-majomar/




EL ÚLTIMO VERSO


Hace algún tiempo le conté a alguien mi intención de escribir sobre los últimos años de vida de Machado, y ese «alguien» me respondió:

—Machado… nuestra eterna cuenta pendiente.

Ese alguien de quien les hablo es una escritora a la que me honra poder llamar amiga. Lo cierto es que, después de confesarle a ella mi osadía, me regaló un poema bellísimo, escrito por Antonio Machado en 1913 desde Baeza, y dirigido a su amigo José María Palacio, donde, en una sucesión de preguntas, el poeta va describiendo los primeros signos de la primavera soriana, con tal melancolía que al leer aquellos versos casi puedes imaginar los primeros lirios, brotando en los ribazos de los

campos de la meseta castellana, con el telón de fondo de los picos de Urbión, todavía vestidos por las nieves del invierno.



En los últimos versos de ese poema, Machado acaba refiriéndose al cementerio del Espino donde se encuentra enterrada su esposa Leonor —a la que la muerte se llevó a los dieciocho años, sólo tres años después de su enlace matrimonial—, y de este modo sutil, repleto de melancolía, le pide a su amigo José María que vaya a visitarla:

Con los primeros lirios



y las primeras rosas de las huertas



en una tarde azul, sube al Espino



al alto Espino donde está su tierra.


Hay algo en este hombre, en su poesía, que nos influye. La literatura siente predilección por él, y las escuelas, y los libros de texto, ¡hasta los maestros! España entera le profesa admiración y también cariño. Esta amiga a la que cité al comienzo me decía que cuando estuvo en Soria, paseando por la ciudad, el Espino y el camino junto al río que lleva a San Saturio, «por donde el Duero traza su curva de ballesta», aquellos lugares le parecieron mágicos precisamente porque le recordaban a él, a su amor por Castilla, por Soria, y a su tristeza por la pérdida de Leonor: su tragedia personal, en definitiva… Yo también he estado allí y lo he sentido. Pero no sé si llamarlo mágico.

Sin embargo, es cierto que Antonio Machado nos legó una leyenda, «Su Leyenda», y, por tanto, debemos ser sus herederos —como también los somos de Unamuno, Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, etc. La lista es demasiado larga para expresarla aquí—. Pero especialmente Machado impregna verso a verso su propia historia, que ya en vida traspasó fronteras geográficas y, después de su muerte, las líneas temporales hasta llegar a nosotros. Tal vez por eso sus poemas han perdurado con tanta fuerza, generación tras generación, definiendo los paisajes naturales y humanos que vieran sus ojos, en su paso por la adusta Castilla de los serrijones, en la alegre Sevilla de los patios floridos, en la enigmática Baeza de la sierra de Mágina o en la aromática huerta del vergel de Valencia. Y aún sigue conmoviéndonos.

Aunque le recordamos por su faceta poética, fue autor también de obras teatrales, ensayos, artículos y discursos memorables en los que defendió sus ideales en tiempos de paz y de guerra. Y como quien más y quien menos ya conoce sobradamente su historia, hoy he querido contar algunas cosas tal vez menos conocidas de sus últimos días de vida.

Para ello les propongo que hagamos un pequeño viaje en la memoria, trasladándonos a los inicios de la contienda de la guerra civil española, cuando Machado tenía unos sesenta años y junto a su familia se vio forzado a marchar de Madrid a Valencia huyendo del avance del franquismo.

Aquí, en mi tierra, Valencia, estuvo sólo tres años antes de su muerte viviendo una etapa de relativa paz con su familia, en un pequeño municipio llamado Rocafort, a ocho kilómetros de la capital. La vivienda que le asignaron desde el Gobierno era un chalet incautado a una familia burguesa apellidada Báguena. Era una casa grande, rodeada de huertas y campos, y tenía una torre desde la que se divisaba el mar. El lugar era tan hermoso que entusiasmó al poeta, que poco después publicaría su último libro, La guerra, compendio de textos en verso y prosa ilustrado por su hermano José, el pintor. En él incluyó los poemas que vieron la luz durante su estancia en Rocafort, como «La primavera», «La muerte del niño herido» y los sonetos «La guerra» y «Amanecer en Valencia (Desde una torre)»:


Estas rachas de marzo en los desvanes



—hacia la mar— del tiempo; la paloma



de pluma tornasol, los tulipanes



gigantes del jardín, y el sol que asoma,

bola de fuego entre dorada bruma,

a iluminar la tierra valentina…



Su actividad literaria fue prolija y diversa durante los quince meses que permaneció en este apacible municipio valenciano. Colaboró en publicaciones como Hora de España —donde aparecen sus reflexiones a través de su apócrifo Juan de Mairena—; el boletín diario del Servicio Español de Información; la revista Madrid. Cuadernos de la Casa de la Cultura —editada por el Ministerio de Instrucción Pública—; también en publicaciones del Socorro Rojo Internacional, especialmente enAyuda. Semanario de la Solidaridad, etc.

Juan Gil Albert, jefe de redacción de Hora de España, iba a recoger personalmente sus colaboraciones, y de sus encuentros dejó un importante testimonio del difícil momento que el sevillano atravesaba:

<<-Machado me pareció, en medio de la incuria de las habitaciones, alguien que está de paso sobre un mundo removido. Más viejo de lo que, seguramente era…>>
Y, al parecer, así se sentía: en un lugar que no era el suyo. El poeta era consciente de que estaban allí de prestado y cuidaba de la casa de los Báguena intentando no cambiar nada de sitio; incluso hizo un inventario de los enseres para dejarlo todo como estaba el día que tuvieran que partir; era tan escrupuloso que no dejaba que sus sobrinas cogieran naranjas de los árboles del jardín… Hoy día, esa casa y ese jardín se hallan perfectamente conservados y convertidos en restaurante y, a la vez, punto de encuentro de actos culturales para vecinos de Valencia y sus alrededores. Entre las sombras frescas de sus árboles es posible sentir más cerca la leyenda de Machado, cuyas palabras parecen pervivir entre sus muros y allá, en lo alto de aquella torre desde la que él se asomaba para ver la salida del sol sobre la franja azul del mar; junto a su puerta exterior, la vivienda luce un nombre de mujer: Villa Amparo.





Aunque a menudo se ha dicho que durante su estancia vivió recluido en esa casa, se tiene constancia de que en aquellos años el poeta asistió a diversos actos públicos en la capital de Valencia. Por ejemplo, el 11 de diciembre de 1936 participó en la plaza de Emilio Castelar en la inauguración de la Tribuna de Agitación y Propaganda levantada por el Ministerio de Instrucción, y allí, ante una multitud, recitó en homenaje a su amigo Federico García Lorca, asesinado en septiembre por los fusiles de los fascistas granadinos, el sentido poema «El crimen fue en Granada». En enero de 1937, asistió a la sesión inaugural de la Conferencia Nacional de Juventudes Socialistas, que concluyó con un discurso del, por aquel entonces, joven Santiago Carrillo. El 1 de mayo, pronunció un discurso en el que exponía con nitidez su actitud personal ante el marxismo. Les propongo que recordemos algunas de sus palabras, porque no tienen desperdicio:


<<Desde un punto de vista teórico, yo no soy marxista, no lo he sido nunca, es muy posible que no lo sea jamás… Tal vez porque soy demasiado romántico, por el influjo, acaso, de una educación demasiado idealista…. Me resisto a creer que el factor económico, cuya enorme importancia no desconozco, sea el más esencial de la vida humana… Veo sin embargo, con entera claridad, que el Socialismo, en cuanto supone una manera de convivencia humana, basada en el trabajo, en la igualdad y en la abolición de los privilegios de clase, es una etapa inexcusable en el camino de la justicia…>>




El 4 de julio asistió al II Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura, presidido por Corpus Barga y Juan Negrín —presidente del Gobierno de la República—, y leyó ante más de un centenar de escritores procedentes de distintas partes del mundo la última ponencia, titulada «Sobre la defensa y la difusión de la cultura». En ella rechazaba radicalmente la noción del hombre-masa de Ortega y Gasset, y pronunciaba:



<< El pueblo se compone de individuos, cada uno con sus peculiaridades, sus necesidades y sus derechos. Desconfiad del tópico masas humanas… Mucho cuidado; a las masas no las salva nadie; en cambio, siempre se podrá disparar sobre ellas. ¡Ojo! Si os dirigís a las masas, el hombre, el cada hombre que os escuche no se sentirá aludido y necesariamente os volverá la espalda…>>





Como podemos entrever en sus palabras, Machado era algo más que un poeta que cantaba a Castilla.
En aquella época recibía numerosas visitas en Villa Amparo, la casa de Rocafort. Más tarde dejaron testimonio de sus encuentros León Felipe, José Bergamín, Juan Gil Albert, Rafael Alberti, Max Aub, Tristán Tzara, Vicente Gaos, Ramón Gaya, Octavio Paz, María Zambrano, Carmen Conde, Ilya Ehrenburg, y también probablemente miembros del Gobierno como Azaña y Largo Caballero, e incluso —según el hispanista Ian Gibson— Negrín pudo visitarle con la intención de ofrecerle la cartera de Cultura, que Machado rechazó.

He extraído algunas frases del testimonio de Octavio Paz, que en su obra Las peras del olmo describe su encuentro con mucho más detalle del que aquí puedo permitirme:

Me acordé de la casa de Rocafort, en Valencia, del jardín salvaje y descuidado, de la sala y los muebles empolvados. Y Machado, con el cigarro apagado en la boca…





Su hermano José describiría algún tiempo después al Antonio de 1937 y 1938, con estas palabras:
Se quedaba todas las noches ante su mesa de trabajo, rodeado de libros. Metido en su gabán desafiaba el frío escribiendo hasta primeras horas del amanecer en que abría el gran ventanal para ver la salida del sol o, en otras ocasiones, y a pesar de estar cada día menos ágil, subir a lo alto de la torre para verlo despertar, allí lejos, sobre el horizonte del mar.


Por las noches, los bombardeos se sucedían y la familia Machado apagaba las luces. En cuanto los cazas trimotores se alejaban, Antonio volvía a encenderlas y seguía escribiendo como si nada ocurriera.
Un día, a mediados de 1937, el escritor Rafael Ferreres visitó al poeta, acompañado del joven filósofo Vicente Gaos, que ocho años después recordaría:

La sensación inmediata fue la de encontrar a don Antonio mucho más viejo de lo que yo suponía, juzgando por dibujos y retratos recientes. Andaba encorvado y arrastrando los pies. El aliño de su persona era exactamente el torpe aliño indumentario con que él mismo se ha descrito. Su cansancio y su agotamiento trascendían en el vacilante pulso con que firmó nuestros libros.

Una de las grandes preocupaciones de Machado era el avance del fascismo en Europa. Estaba convencido de que el bando franquista actuaba con el apoyo de los regímenes imperialistas de Mussolini y de Hitler. Desde el principio, lo había venido advirtiendo. En su poema «Meditación del día», publicado en el diario valenciano El Pueblo, acababa con esta sentencia a la que seguía un discurso del que reproduzco las primeras frases:


Pienso en España vendida toda

de río a río, de monte a monte, de mar a mar.


(España) Toda vendida a la codicia extranjera: el suelo y el cielo y el subsuelo. Vendida toda por lo que pudiéramos llamar —perdonadme lo paradójico de la expresión— la trágica frivolidad de los reaccionarios…

Si pudiéramos extrapolar sus palabras al presente, no desentonarían mucho a la hora de describir la situación actual de nuestro país, excepto en un detalle: vendida toda a la codicia se encuentra España, pero no a la extranjera, más bien a la de muchos corruptos patrios.

En una autobiografía que envió a Juan Ramón Jiménez, para un libro que no llegó a publicarse, describió con claridad sus convicciones morales, tan tajantes y progresistas que es posible que alguien se escandalice aún al leerlas:

Me repugna la política, donde veo el encanallamiento del campo por el influjo de la ciudad…


Creo más útil la verdad que condena el presente, que la prudencia que salva lo actual a costa siempre de lo venidero…


Estimo oportuno combatir a la Iglesia católica y proclamar el derecho del pueblo a la conciencia y estoy convencido de que España morirá por asfixia espiritual si no rompe ese lazo de hierro…


Ésta no es una cuestión de cultura —se puede ser muy culto y respetar lo ficticio y lo inmoral—sino de conciencia…


La conciencia es anterior al alfabeto y al pan.


No se sorprenda nadie. Tomen aliento. Este guerrero de la paz es también Antonio Machado. Nuestro poeta. El poeta de España y de los españoles. ¿Y por qué no, del ser humano sea cual fuere su nacionalidad?
Sería bueno que en las escuelas nos dieran a conocer sus discursos, ensayos y artículos, y también, por supuesto, los de otros escritores que dejaron impresiones lúcidas e inteligentes, tan jugosas para la democracia a la que aún hoy en pleno siglo XXI se le hace ayunar con demasiado mendrugo untado de juego grasamente sucio. Tal vez aprendiéramos, ahora que parece que todo es cuestión de corruptelas y mentiras recién inventadas; tal vez entendiéramos que hemos caído en los mismos errores que ellos ya denunciaban, aunque las circunstancias sean distintas frente a las de entonces. Ahí le tenemos, en el Diario de Madrid, donde publicó sus ensayos desde noviembre de 1934 hasta octubre de 1935. En la ficción, el apócrifo Juan de Mairena era un profesor catedrático de ¡Gimnasia!

Hablando por boca de su profesor de Gimnasia, Machado consideraba que los españoles poseen cualidades muy positivas, como la generosidad o la falta de soberbia, pero también graves vicios, como, por ejemplo, no querer aprender del prójimo. Resulta chocante —no me digan que no— que incluso ahora nos sonriamos hacia adentro, con cierta complicidad autocrítica, al leer sus palabras:


En España no se dialoga porque nadie pregunta, como no sea para responderse a sí mismo. Todos queremos estar de vuelta, sin haber ido a ninguna parte. Somos esencialmente paletos.

¿Qué les parecen estas afirmaciones? ¿Creen que son fuertes? ¿Se pasó dos pueblos?
Pues esperen a saber lo que Machado, disfrazado en su Mairena deseaba fundar: una «Escuela Popular de Sabiduría Superior», cuyo altísimo cometido sería la enseñanza del hombre del pueblo. ¿Quieren saber en qué consistirían los estudios?
Se enseñaría a: repensar lo pensado, a «desaber» lo sabido y a dudar de su propia duda, que es el único modo de empezar a creer en algo.


Hombres y mujeres como Machado hubieran podido ayudar a construir una España democrática, culta, tolerante, abierta a Europa y al mundo, incluso hoy en día. ¿Creen que habremos conseguido esa quimera setenta y ocho años después?


Su objetivo prioritario era que la cultura llegara a las clases más desfavorecidas de la sociedad, ¡al pueblo llano! Machado sentía el deber de ser «actual», de saber mirar y entender plenamente su propio tiempo, y ese tiempo, estaba seguro, comportaba la apertura hacia «el otro». En su madurez, no creía en el poeta que se canta y escucha a sí mismo; para él, era importante que la poesía se abriera, se mirase y se creyera en los demás, fuera instrumento de comunicación y aprendizaje para el prójimo. Incluso para el hombre llano. Sobre todo, para el pueblo llano.

Resulta increíble. La mayoría de los españoles no sabemos nada de esto hasta que leemos una biografía suya, como la de Ian Gibson. Desde niños nos entregan la información a cuentagotas y con filtros bien estudiados, dejando que la verdad incómoda se pudra desde el olvido… Hay muchas cosas que desconocemos. ¿Qué sucedió realmente en los años de la guerra, qué fue de aquellas vidas que se truncaron para siempre y de las que nadie hablará nunca? Habrá quien diga: «Bueno, pero eso ya es agua pasada…» Sí, tiene razón, pero también podría repetirse. Podría ocurrirle a usted, o a mí, y no nos gustaría en absoluto… Si tenemos constancia de lo que sucedió con Machado y su familia, es precisamente porque ellos eran quienes eran, y, como hoy, ocurre que no todos somos iguales. Machado, en su desgracia, tuvo el apoyo de ángeles guardianes que supieron protegerle, y, ciertamente, gracias a ellos hubiera sobrevivido de no llevársele antes la enfermedad en el exilio.

Valedor de algunos de los ideales del marxismo, y acérrimo defensor de la Tercera República, no militó políticamente en ningún partido, pero fueron muchos los manifiestos antifascistas que firmó durante la guerra, consciente del peso de su nombre y de la obligación moral de ponerlo al servicio de la democracia. El primero se publicó en el Heraldo de Madrid, el 7 de abril de 1934, y se titulaba «Contra el terror nazi». También en sus artículos periodísticos y para distintas revistas trabajó por la defensa de la causa de la República y se manifestó reiteradamente en contra del fascismo. Según cuenta su biógrafo, Ian Gibson, «Machado debió de ser muy consciente de que, si caía en manos del enemigo, declaraciones como aquellas serían su pasaporte al paredón».

Murió en Collioure, un 22 de febrero de 1939, después de un largo peregrinaje hacia el destierro. En la estación de Cerbère un panel informativo hace mención en francés, castellano y catalán del éxodo al que se vieron sometidos más de cien mil españoles en aquellos días del 28 de enero al 10 de febrero de 1939, después de tres años de lucha, agravio y persecuciones. Se considera que estos exiliados fueron las primeras víctimas de la Segunda Guerra Mundial. Entre ellos se contaban Antonio, su hermano José, su cuñada Matea y su anciana madre, doña Ana. Cruzaron la frontera en un terrible invierno, bajo la lluvia, el frío y la amenaza de las bombas de la aviación enemiga. Después de tres años dando tumbos, de Madrid a Valencia, de Valencia a Barcelona, de Barcelona a Francia, les quedaba el paso de aquella horrible experiencia. Fueron pocos los días que el poeta siguió con vida tras cruzar su última frontera, y no encuentro mejor modo de entender su angustia que leyendo estas palabras que José, su inseparable hermano, dijo acerca de él:

No podía sobrevivir a la pérdida de España. Tampoco sobreponerse a la angustia del destierro. Éste fue el estado de su espíritu en el tiempo que aún vivió en Collioure.
Allí, en ese pequeño pueblo del sur de Francia, la familia se alojó en el hotel Bougnol-Quintana. Pauline Quintana, la dueña del hotel, contó que, un día, don Antonio bajó al salón con una cajita de madera y le dijo: «Es tierra de España. Si muero en este pueblo, quiero que me entierren con ella».

A Pauline le impresionó la personalidad de Machado. Su estoicismo la conmovió de tal manera que guardó la caja hasta su muerte —a los casi cien años—, como si de un tesoro se tratara.


La estancia en Collioure transcurrió entre la incertidumbre y la desesperanza por la caída irremisible de la República, la dolorosa separación de su familia —su hermano Manuel permanecía en el bando franquista y habían roto toda relación con él, y no sabían nada de las tres hijas de José y Matea desde que fueran trasladadas para ser conducidas a Rusia junto a otros niños. Sus padres tendrían que esperar nueve años para volver a reunirse con ellas—.

Así fue y así es la atrocidad de una guerra. Familias rotas, separadas, a veces aniquiladas. Y en esos últimos momentos, sintiendo próxima la muerte, con su madre en la cama contigua, inconsciente y moribunda —recordemos que murió sólo tres días después que él—, Antonio Machado tuvo lugar en sus pensamientos para Guiomar (Pilar Valderrama), la mujer a la que amaba en secreto compartido desde hacía algunos años. Le había reescrito unos versos de otros tiempos y los llevaba en su bolsillo.

¿Serían esos versos su amuleto? Pues, frente al fracaso de todo lo demás, ¿no es acaso el amor lo único que nos salva?

Días después de su fallecimiento, su hermano José encontró en un bolsillo de su gabán un trozo de papel arrugado, y en él, escritos a lápiz, tres apuntes. El primero eran las palabras iniciales del monólogo de Hamlet «Ser o no ser…»; el segundo, un verso alejandrino en el que rememoraba su niñez: «Estos días azules y este sol de la infancia»; el tercero, una estrofa de cuatro versos, ligeramente modificada, perteneciente a un poema dedicado a Guiomar que decía:


Y te daré mi canción:



se canta lo que se pierde



con un papagayo verde



que la diga en tu balcón.


No posee este poema la misma factura romántica que el que escribió a su amigo José María Palacio, refiriéndose años antes a su amada Leonor, enterrada en el Espino, pero el hecho de que lo mantuviera consigo revela algo más de la clase de hombre que era. Poeta por encima de todo que amaba no sólo a Guiomar, sino a su familia, a sus muchos amigos, a sus ideales indestructibles; amaba el conocimiento, la justicia, la poesía, la naturaleza, a su país, y sobre todo, por encima de todo, Machado situó siempre a la conciencia. Importantes, no olvidemos, sus palabras: «La conciencia es anterior al alfabeto y al pan.»

Escribamos en mayúsculas esta frase y hagamos llegar a todo el mundo lo mucho que significa. Tiene la fuerza suya, la humanidad que tanto nos engancha, esa que sentimos al enaltecerle frente a otros intelectuales de su época, porque él supo pensar lo que decía y decir lo que pensaba de un modo inigualable.

Machado es, en definitiva, nuestra cuenta pendiente: amor y conciencia unidos para siempre y hasta el fin; la creencia de que es posible hallar un equilibrio, una fórmula social, política y económica que nos lleve por un camino más recto hacia un futuro mejorable.

Pero ya sabemos que no hay magia, el tiempo apremia, y no hemos cambiado mucho desde entonces, excepto por la complejidad de nuestro mundo, que hoy se nos revela como un auténtico galimatías de cifras, vanidades, mercantilismos y juegos de poder.

Y ante este panorama: ¿quién se atreve a escribir hoy poesía para el futuro?

Para ese futuro que ya comienza, acabemos con una mirada optimista citando «Una España joven», magnífico poema que nuestro visionario poeta escribió en 1915 y del que aquí transcribiré únicamente sus últimos versos, pues me parecen muy adecuados para esta ocasión:


Y es hoy aquel mañana de ayer… Y España toda,



con sucios oropeles de carnaval vestida



aún la tenemos: pobre y escuálida y beoda;



mas hoy de un vino malo: la sangre de su herida.


Tú, juventud más joven, si de más alta cumbre

la voluntad te llega, irás a tu ventura

despierta y transparente a la divina lumbre,

como el diamante clara, como el diamante pura.

Tal vez así hubiera querido el poeta terminar esta historia —su leyenda—, con un pulso de luz iluminando la esperanza de los jóvenes, pues de ellos será el futuro.


 María José Martí (Majomar)




(Agradecimientos a Rocafort Antic y especialmente a Juan Pérez Navarro, que me aportó documentos de interés sobre la estancia de Machado en Rocafort.)

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